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Agitadores culturales

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EL MALESTAR EN LOS ESTUDIOS CULTURALES


NÉSTOR GARCÍA CANCLINI, El malestar en los estudios culturales

No encuentro un término mejor para caracterizar la situación actual de los estudios culturales que la fórmula inventada por los economistas para describir la crisis de los años ochenta: estanflación, o sea, estancamiento con inflación. En los últimos años se multiplican los congresos, libros y revistas dedicados a estudios culturales, pero el torrente de artículos y ponencias casi nunca ofrece más audacias que ejercicios de aplicación de las preguntas habituales de un poeta del siglo XVII, un texto ajeno al canon o un movimiento de resistencia marginal que aún no habían sido reorganizados bajo este estilo indagatorio.

La proliferación de pequeños debates amplificados por internet puede dar la apariencia de dinamismo en los estudios culturales, pero –como suele ocurrir en otros ámbitos con la oferta y la demanda– tanta abundancia, circulando globalizadamente, tiende a extenuarse pronto; no deja tiempo para que los nuevos conceptos e hipótesis se prueben en investigaciones de largo plazo, y pasamos corriendo a imaginar lo que se va a usar en la próxima temporada, qué modelo nos vamos a poner en el siguiente congreso internacional.

Hay, sin embargo, algunos productos que escapan a ese mercado, a estos desfiles vertiginosos. Después de veinte o treinta años de estudios culturales, es posible reconocer que esta corriente generó algunos resultados mejores que la época de fast- thinkers en que le tocó desenvolverse.

Unas cuantas investigaciones han contribuido a pensar de otro modolos vínculos con la cultura y la sociedad de los textos literarios, el folclor, las imágenes artísticas y los procesos comunicacionales. En algunos casos, sobre todo en América Latina, al estudiarse conjuntamente la interacción de estos campos disciplinarios con sucontexto se viene produciendo una renovación de las humanidades y las ciencias sociales.

En Estados Unidos, los cultural studies han modificado significativamente el análisis de los discursos, dentro del territorio humanístico, pero son escasas las investigaciones empíricas: en esa especie de enciclopedia de esta corriente que es el libro coordinado por Lawrence Grossberg, Any Nelson y Pamela Treichler, no se encuentra a lo largo de sus 800 páginas casi ningún dato duro, gráficas, muy pocos materiales empíricos, pese a que varios textos hablan de la comunicación, el consumo y la mercantilización de la cultura. De sus cuarenta artículos ni uno está dedicado a la economía de la cultura. Ante tales carencias es comprensible que muchos científicos sociales desconfíen de este tipo de análisis.

El otro aspecto crítico que deseo destacar es que la enorme contribución realizada por los estudios culturales para trabajar transdisciplinariamente y con procesos interculturales –dos rasgos de esta tendencia– no va acompañada por una reflexión teórica y epistemológica. Sin esto último, puede ocurrir lo que tantas veces se ha dicho de los estudios literarios, del folclor y de otros campos disciplinarios: que se estancan en la aplicación rutinaria de una metodología poco dispuesta a cuestionar teóricamente su práctica.

Creo que los estudios culturales pueden librarse del riesgo de convertirse en una nueva ortodoxia fascinada con su poder innovador y sus avances en muchas instituciones académicas, en la medida en que encaremos los puntos teóricos ciegos, trabajemos las inconsistencias epistemológicas a las que nos llevó movernos en las fronteras entre disciplinas y entre culturas, y evitemos "resolver" estas incertidumbres con los eclecticismos apurados o el ensayismo de ocasión a que nos impulsan las condiciones actuales de la producción "empresarial" de conocimiento y su difusión mercadotécnica. Lo digo así para insinuar que el énfasis teórico epistemológico, al que me limitaré por restricciones de tiempo, no puede hacernos olvidar que nuestras incertidumbres están relacionadas con la descomposición del orden social, económico y universitario liberal, con la irrupción y las derrotas de movimientos sociales cuestionadores en las últimas décadas y con el desmoronamiento de paradigmas pretendidamente científicos que guiaron la acción social y política. Se verá al final que esta revisión teórica tiene consecuencias en uno de los territorios al que los estudios culturales ha prestado más atención: la construcción del poder a partir de la cultura.

¿Cómo narramos los desencuentros?

Quiero situar estas preocupaciones en relación con procesos de fin de siglo que por el momento, para entendernos, voy a sintetizar como las estrategias de construcción, circulación y consumo de estereotipos interculturales. Llegué a este asunto luego de estudiar varios años las políticas culturales y su transformación en el contexto de libre comercio e integración regional y global.

Desde que comenzó a gestionarse el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, México y Canadá, así como otros posteriores entre países latinoamericanos (Mercosur, Grupo de los Tres, etc.) y de éstos con Estados Unidos, es evidente que estos acuerdos no sólo liberalizan el comercio, sino que conceden aunque sea un pequeño lugar a cuestiones culturales, se acompañan con un incremento del intercambio sociocultural multinacional y favorecen actividades que antes no existían o eran débiles. Se están haciendo nuevos convenios entre empresas editoriales y de televisión, entre universidades y centros artísticos de varios países, e innumerables reuniones sobre la articulación de programas educativos, científicos y artísticos de las naciones involucradas. Están cambiando las imágenes que cada sociedad tiene de las otras y las influencias recíprocas en los estilos de vida.

¿Con qué instrumentos intelectuales enfrentamos esta situación? En los últimos cinco años se han escrito muchos artículos y desarrollado polémicas sobre los nuevos procesos culturales –sobre todo a nivel periodístico– por parte de intelectuales, funcionarios públicos y empresarios. Pero pocos se preguntan si los instrumentos y modelos conceptuales empleados en el pasado sirven para analizar la nueva etapa. En Estados Unidos y en los países latinoamericanos se están revisando las políticas culturales, pero raras veces toman como eje este novedoso proceso de integración; apenas reorganizan sus instituciones culturales de acuerdo con el adelgazamiento de los presupuestos estatales y según criterios empresariales.

De manera que los análisis del intercambio cultural no se apoyan en un paradigma consistente, adecuado a la situación de fin de siglo, sino sobre la función de la cultura en la interacción entre todas estas sociedades. Sin pretender ser exhaustivo, voy a referirme a dos narrativas que quizá sean las más influyentes.

1. La inconmensurabilidad ideológica. Este primer relato aparece en debates sobre el libre comercio en América del Norte que tienen en cuenta la cultura y las comunicaciones no sólo como parte de los intercambios económicos sino también como claves para los logros o fracasos de tales interacciones. La compatibilidad en los estilos culturales de desarrollo es considerada un ingrediente básico para realizar cualquier integración multinacional y para que se desenvuelva con éxito. Algunos autores jerarquizan "la similitud en las orientaciones hacia la democracia" y la coincidencia o convergencia de las modalidades de desarrollo económico (R. Inglehart et al., Convergencia en Norteamérica, política y cultura, 1994).

Pero dudan acerca de la integración norteamericana, debido a que el predominio de la tradición protestante de Estados Unidos y Canadá habría generado en esas sociedades ciertas virtudes ("trabajo, humildad, frugalidad, servicio y honestidad") que contrastarían con las que la tradición católica habría promovido preferentemente en México ("la recreación, la grandiosidad, la generosidad, la desigualdad y la hombría") (R. Inglehart et al., op. cit.).

Los mismos autores sostienen que quizá tales divergencias históricas no sean tan importantes si pensamos que el proceso de integración, iniciado a mediados de este siglo, favorece la apertura de las sociedades y lleva a aceptar nuevos marcos conceptuales para transformarlas. En los países de Norteamérica la convergencia se lograría al tener intereses compartidos por desarrollar economías de libre mercado y formas políticas democráticas, y dar menor peso a las instituciones nacionales en beneficio de la globalización. Pero sabemos que estos tres puntos supuestamente comunes motivan controversias en las tres naciones: su cuestionamiento se acentuó durante los debates sobre si se firmaba o no el TLC, y en los tres primeros años de su aplicación. Los autores citados, pese a su visión optimista de la liberación comercial, reconocen que ésta "produce oposición política porque atrae claramente la atención hacia dilemas antiguos o de reciente aparición".

La agudización de conflictos fronterizos y migratorios en los años recientes pone en evidencia los dilemas culturales irresueltos; por ejemplo, la integración multiétnica, la coexistencia de nuevos migrantes con residentes antiguos, y el reconocimiento pleno de los derechos de las minorías y de las regiones dentro de cada país. El aumento de las relaciones favorecido por la integración está revelando la escasa pertinencia de la narrativa sobre la inconmensurabilidad ideológica.

2. La "americanización” de América Latina y la latinización de E.U. Algunas de estas cuestiones son más consideradas en otra narrativa, con una extensa historia, que examina las relaciones entre estas sociedades como si lo principal fuera la creciente "americanización" de la cultura en los países latinoamericanos y, en sentido inverso, la latinización y mexicanización de algunas zonas de Estados Unidos.

Carlos Monsiváis ha escrito que tales preocupaciones son tardías, porque América Latina viene americanizándose desde hace muchas décadas y esta americanización ha sido "las más de las veces fallida y epidérmica" (C. Monsiváis, "De la cultura mexicana en vísperas del Tratado de Libre Comercio", en G. Guevara Niebla y N. García Canclini (eds.), La educación y la cultura ante el Tratado de Libre Comercio, 1994). Admite este autor que el proceso se ha acentuado con la dependencia económica y tecnológica, pero ello no elimina la conservación de una lengua diferente en México –por más palabras inglesas que se incorporen–, ni la fidelidad a tradiciones religiosas, gastronómicas, y formas de organización familiar diferentes de las de Estados Unidos. Por otra parte, también toma en cuenta –como otros– las crecientes migraciones de mexicanos hacia Estados Unidos, que influyen en la cultura política y jurídica, los hábitos de consumo y las estrategias educativas, artísticas y comunicacionales de estados como California, Arizona y Texas.

Sin embargo, la discriminación, las deportaciones, la exclusión cada vez más severa de muchos migrantes latinos de los beneficios del "american way of life" vuelven cada vez más conflictiva la presencia de "hispanos": al menos, no permiten pronosticar un avance limitado y unidireccional de los grupos mexicanos y latinoamericanos en Estados Unidos, ni permiten asegurar que la cultura latina vaya a trascender su lugar periférico dentro de este país.

¿Proveen los estudios culturales un paradigma científicamente más válido para superar el carácter insatisfactorio de estas narrativas? (Quiero aclarar que tomo en bloque, bajo la denominación de estudios culturales, vastos conjuntos de trabajos que, si bien poseen los rasgos antes señalados, presentan diferencias entre los practicantes estadounidenses y latinoamericanos, así como dentro de cada región.

No tengo espacio aquí más que para remitir a textos en que varios autores distinguimos tales variaciones: J. Beverley, "Estudios culturales y vocación política" (Revista de crítica cultural, N. 12, 1996); N. García Canclini, Culturas en globalización (1996); L. Grossberg et al, Cultural studies (1992); F. Jameson, "Conflictos interdisciplinarios en la investigación sobre cultura" (Alteridades, N. 5, 1993); N. Richard, "Signos culturales y mediaciones académicas" (B. González, Cultura y tercer mundo, 1996); G. Yúdice, "Tradiciones comparativas de estudios culturales: América Latina y Estados Unidos" (Alteridades, N. 5, 1993).

Tanto la perspectiva transdisciplinaria de los estudios culturales como algunas investigaciones empíricas, y por supuesto la intensificación de intercambios comunicacionales, económicos y migratorios entre Estados Unidos y América Latina, han mejorado el conocimiento recíproco entre estas sociedades. Se diferencian con más cuidado sus diversas regiones y sectores y, por lo tanto, se van superando las definiciones difusas de las identidades nacionales, que las conciben como esencias atemporales y autocontenidas "amenazadas" por el contacto con "los otros". Al ofrecer visiones más profundas de la multiculturalidad y sus diferencias, de la desterritorialización y la reterritorialización, los estudios culturales permiten retrabajar la información sobre la inconmensurabilidad ideológica entre las sociedades, y sobre la americanización y la latinización.

Pese a estos avances conceptuales y empíricos, no puede afirmarse que los estudios culturales constituyan ya un paradigma coherente y consistente (L. Grossberg et al. op. cit.; F. Jameson, op. cit.). En cierto modo, ofrecen también una narrativa, o varias en conflicto, con divergencias acerca del modo de estudiar la cultura y su relación con los contextos sociales.

De acuerdo con la afirmación de Frederic Jameson de que los estudios culturales son menos "una disciplina novedosa" que el intento de "construir un bloque histórico", pueden interpretarse las contribuciones de esta corriente al intercambio América Latina-EstadosUnidos como la narrativa más avanzada, con mejor elaboración crítica, pero aún dependiente de los proyectos socioculturales y políticos con que se tratan de encarar las contradicciones. Me refiero a las contradicciones entre lo local, lo nacional y lo global, entre el multiculturalismo hegemónico y el de las minorías en Estados Unidos, entre las concepciones oficiales de la pluriculturalidad en América Latina y las posiciones de los sectores que no se sienten representados por ellas.

Como parte de este proceso, los estudios culturales configuran hoy un ámbito clave de interlocución entre los especialistas de la cultura estadounidense y latinoamericana y, por tanto, pueden examinarse como un espacio de elaboración intelectual de los intercambios entre ambas culturas. Pero para que esta elaboración avance con rigor es necesario trabajar sobre las divergencias teóricas y las inconsistencias epistemológicas responsables de que no pueda hablarse en los estudios culturales de paradigmas o modelos científicos sino de narrativas.

Cuando menciono paradigmas o modelos no estoy regresando al cientificismo que postulaba un saber de validez universal, cuya formalización abstracta lo volvería aplicable a cualquier sociedad y cultura. Pero tampoco me parece satisfactoria la complacencia posmoderna que acepta la reducción del saber a narrativas múltiples. No veo por qué abandonar la aspiración de universalidad del conocimiento, la búsqueda de una racionalidad interculturalmente compartida que dé coherencia a los enunciados básicos y los contraste empíricamente. Ha sido este tipo de trabajo el que ha puesto de manifiesto que diferentes culturas poseen lógicas y estrategias diferentes para acceder a lo real y validar sus conocimientos, más intelectuales en algunos casos, más ligadas a la "sensibilidad" y a la "imaginación" en otros.

Pero creo que el relativismo antropológico que se queda en un simple reconocimiento desjerarquizado de estas diferencias ha mostrado suficientes limitaciones como para que no nos instalemos en él. La necesidad de construir un saber válido interculturalmente se vuelve más imperiosa en una época en que las culturas y las sociedades se confrontan todo el tiempo en los intercambios económicos y comunicacionales, las migraciones y el turismo. Precisamos desarrollar políticas ciudadanas que se basen en una ética transcultural, sostenida por un saber que combine el reconocimiento de diferentes estilos sociales con reglas racionales de convivencia multiétnica y supranacional.

Revisiones teóricas

a) Un primer requisito para trabajar en esta dirección es redefinir el objeto de los estudios culturales: de la identidad a la heterogeneidad y la hibridación multiculturales. Ya no basta con decir que no hay identidades caracterizables por esencias autocontenidas y ahistóricas, e intentar entenderlas como las maneras en que las comunidades se imaginan y construyen historias sobre su origen y desarrollo.

En un mundo tan interconectado, las sedimentaciones identitarias (etnias, naciones,
clases) se reestructuran en medio de conjuntos interétnicos, transclasistas y transnacionales. Las maneras diversas en que los miembros de cada etnia, clase y nación se apropian de los repertorios heterogéneos de bienes y mensajes disponibles en los circuitos transnacionales genera nuevas formas de segmentación. Estudiar procesos culturales es, por esto, más que afirmar una identidad autosuficiente, conocer formas de situarse en medio de la heterogeneidad y entender cómo se producen las hibridaciones.

Si bien aquí me interesa destacar el argumento teórico, quiero recordar la tesis de David Theo Goldberg acerca de que "la historia del monoculturalismo" muestra cómo los pensamientos centrados en la identidad y la diferencia conducen a menudo a políticas de homogeneización fundamentalista. Por lo tanto, convertir en concepto eje la heterogeneidad es no sólo un requisito de adecuación teórica al carácter multicultural de los procesos contemporáneos, sino una operación necesaria para desarrollar políticas multiculturales democráticas y plurales, capaces de reconocer la crítica, la polisemia y la heteroglosia.

b) En segundo lugar, pensar los vínculos entre cultura, sociedad y saber, no sólo en relación con las diferencias sino con la desigualdad, requiere ocuparse de la totalidad social. No estoy hablando de las nociones compactas de totalidad pseudouniversalistas y en realidad etnocéntricas, por ejemplo las hegelianas o marxistas, sino de las modalidades abiertas de interacción transnacional que propicia la globalización económica, política y cultural.

En este punto, cabe señalar una diferencia significativa entre los estudios culturales de Estados Unidos y los de América Latina. Me parece que la discrepancia clave entre la multiculturalidad estadounidense y lo que en América Latina más bien se ha llamado pluralismo o heterogeneidad cultural reside en que, como explican varios autores, en Estados Unidos "multiculturalismo significa separatismo" (R. Hughes, Culture of Complaint. The Fraying of America, 1993; Ch. Taylor, "The Politics of Recognition", en D. T. Goldberg (ed.), Multiculturalism: A critical reader, 1994; M. Walzer, "Individus et communautés: les deux pluralismes", en Esprit, junio, 1995). De acuerdo con Peter McLaren, conviene distinguir entre un multiculturalismo conservador, otro liberal y otro liberal de izquierda.

Para el primero, el separatismo entre las etnias se halla subordinado a la hegemonía de los WASP y su canon que estipula lo que se debe leer y aprender para ser culturalmente correcto. El multiculturalismo liberal postula la igualdad natural y la equivalencia cognitiva entre razas, en tanto el de la izquierda explica las violaciones de esa igualdad por el acceso inequitativo a los bienes.

Pero sólo unos pocos autores, entre ellos McLaren, sostienen la necesidad de "legitimar múltiples tradiciones de conocimiento" a la vez, y hacer predominar las construcciones solidarias sobre las reivindicaciones de cada grupo. Por eso, pensadores como Michael Walzer expresan su preocupación porque "el conflicto agudo hoy en la vida norteamericana no opone el multiculturalismo a alguna hegemonía o singularidad", a "una identidad norteamericana vigorosa e independiente", sino "la multitud de grupos a la multitud de individuos..." "Todas las voces son fuertes, las entonaciones son variadas y el resultado no es una música armoniosa –contrariamente a la antigua imagen del pluralismo como sinfonía en la cual cada grupo toca su parte (pero ¿quién escribió la música?)– sino una cacofonía" (M. Walzer, op. cit.).

En América Latina, las relaciones entre cultura hegemónica y heterogeneidad se desenvolvieron de otro modo. Lo que podría llamarse el canon en las culturas latinoamericanas debe históricamente más a Europa que a Estados Unidos y a nuestras culturas autóctonas, pero a lo largo del siglo XX combina influencias de diferentes países europeos y las vincula de un modo heterodoxo formando tradiciones nacionales.

Autores como Jorge Luis Borges y Carlos Fuentes dan cita en sus obras a las tradiciones de sus sociedades de origen junto a expresionistas alemanes, surrealistas franceses, novelistas checos, italianos, irlandeses, autores que se desconocen entre sí, pero que escritores de países periféricos, como decía Borges, exagerando, "podemos manejar" "sin supersticiones", con "irreverencia".

Si bien Borges y Fuentes podrían ser casos extremos, encuentro en los especialistas en humanidades y ciencias sociales, y en general en la producción cultural de nuestro continente, una apropiación híbrida de los cánones metropolitanos y una utilización crítica en relación con variadas necesidades nacionales. De un modo análogo puede hablarse de la ductilidad hibridadora de los migrantes, y en general de las culturas populares latinoamericanas. Además, las sociedades de América Latina no se formaron con el modelo de las pertenencias étnico-comunitarias, porque las voluminosas migraciones extranjeras en muchos países se fusionaron en las nuevas naciones. El paradigma de estas integraciones fue la idea laica de república, con una apertura simultánea a las modulaciones que ese modelo francés fue adquiriendo en otras culturas europeas y en la constitución estadounidense.

Esta historia diferente y desigual de Estados Unidos y de América Latina hace que no predomine en los países latinoamericanos la tendencia a resolver los conflictos multiculturales mediante políticas de acción afirmativa. Las desigualdades en los procesos de integración nacional engendraron en América Latina fundamentalismos nacionalistas y etnicistas, que también promueven autoafirmaciones excluyentes –absolutizan un solo patrimonio cultural, que ilusamente se cree puro– para resistir la hibridación.

Hay analogías entre el énfasis separatista, basado en la autoestima como clave para la reivindicación de los derechos de las minorías en Estados Unidos, y algunos movimientos indígenas y nacionalistas latinoamericanos que interpretan maniqueamente la historia colocando todas las virtudes del lado propio y atribuyendo la falta de desarrollo a los demás. Sin embargo, no fue la tendencia prevaleciente en nuestra historia política. Menos aún en este tiempo de globalización que vuelve más evidente la constitución híbrida de las identidades étnicas y nacionales, y la interdependencia asimétrica, desigual, pero insoslayable en medio de la cual deben defenderse los derechos de cada grupo. Por eso, movimientos que surgen de demandas étnicas y regionales, como el zapatismo de Chiapas, sitúan su problemática particular en un debate sobre la nación y sobre cómo reubicarla en los conflictos internacionales. O sea, en una crítica general sobre la modernidad (S. Zermeño, La sociedad derrotada. El desorden mexicano de fin de siglo, 1996). Difunden sus reivindicaciones por los medios masivos de comunicación, por internet, y disputan así esos espacios en vista de una inserción más justa en la sociedad civil.

Los estudios culturales latinoamericanos que me parecen más fecundos (por ejemplo R. Bartra, La jaula de la melancolía, 1987; B. Sarlo, Escenas de la vida posmoderna, 1994) analizan las injusticias en las políticas de representación, pero en vez de enfrentarlas mediante el separatismo de la acción afirmativa, ubican las demandas insatisfechas como parte de la necesaria reforma del Estado-nación. En tanto las reivindicaciones de los ofendidos y los estudios que las interpretan se canalizan de este modo, muestran su propósito de hacer conmensurable la heterogeneidad y volverla productiva.

¿Desde dónde hablan los estudios culturales?

Esta diferencia en los modos de concebir la multiculturalidad depende de los lugares de enunciación o los puestos de observación de los investigadores. En el pensamiento norteamericano se hallan constantes cuestionamientos a las concepciones universalistas que han contrabandeado, bajo apariencias de objetividad, las perspectivas coloniales, occidentales, masculinas, blancas y de otros sectores. Algunas de estas críticas desconstruccionistas han sido elaboradas también en las ciencias sociales y las humanidades latinoamericanas: pensadores nacionalistas, marxistas y otros asociados a la teoría de la dependencia plantearon objeciones semejantes a teorías sociales y culturales metropolitanas y utilizaron creativamente, desde la década del sesenta, las obras de Gramsci y Fanon, que en los últimos años los cultural studies estadounidenses –y algunos latinoamericanistas– proponen como novedades sin ninguna referencia a las reelaboraciones hechas en América Latina de tales autores, con objetivos análogos.

En otros aspectos, como los aportes del pensamiento feminista a los estudios culturales, su desarrollo es débil en casi todos los principales especialistas latinoamericanos, aunque el diálogo más fluido con la academia anglosajona está reequilibrando un poco esta carencia (H. Buarque, "O estranho horizonte da crítica feminista no Brasil", en C. Rincón, et al. Nuevo texto crítico, N. 14-15, 1995).

No puedo extenderme aquí en una cuestión polémica y compleja, pero su importancia me anima a concluir señalándola. Después de haberse atribuido en los años sesenta y setenta poderes especiales para generar conocimientos "más verdaderos" a ciertas posiciones sociales (colonizados, subalternos, obreros y campesinos) ahora muchos pensamos que no existen tales poderes, que eran una ilusión que la historia se ha encargado de desvanecer.

En concordancia con el desplazamiento teórico sugerido antes –de la identidad a la heterogeneidad y la hibridación–, considero que el especialista en cultura gana poco estudiando el mundo desde identidades parciales (metrópolis, naciones periféricas o poscoloniales, élites, grupos subalternos, disciplinas aisladas) sino desde las intersecciones.

Adoptar el punto de vista de los oprimidos o excluidos puede servir, en la etapa de descubrimiento, para generar hipótesis o contrahipótesis, para hacer visibles campos de lo real descuidados por el conocimiento hegemónico. Pero en el momento de la justificación epistemológica conviene desplazarse entre las intersecciones, en las zonas donde las narrativas se oponen y se cruzan. Sólo en esos escenarios de tensión, encuentro y conflicto es posible pasar de las narraciones sectoriales (o francamente sectarias) a la elaboración de conocimientos capaces de deconstruir y controlar los condicionamientos de cada enunciación.

Esto implica pasar también de concebir los estudios culturales sólo como un análisis hermenéutico a un trabajo científico que combine la significación y los hechos, los discursos y sus arraigos empíricos. En suma, se trata de construir una racionalidad que pueda entender las razones de cada uno y la estructura de los conflictos y las negociaciones.

En la medida en que el especialista en estudios culturales quiere realizar un trabajo científico consistente, su objetivo final no es representar la voz de los silenciados sino entender y nombrar los lugares donde sus demandas o su vida cotidiana entran en conflicto con los otros. Las categorías de contradicción y conflicto están, por lo tanto, en el centro de esta manera de concebir los estudios culturales. Pero no para ver el mundo desde un solo lugar de la contradicción sino para comprender su estructura actual y su dinámica posible. Las utopías de cambio y justicia, en este sentido, pueden articularse con el proyecto de los estudios culturales, no como prescripción del modo en que deben seleccionarse y organizarse los datos sino como estímulo para indagar bajo qué condiciones (reales) lo real pueda dejar de ser la repetición de la desigualdad y la discriminación, para convertirse en escena del reconocimiento de los otros. Retomo aquí una propuesta de Paul Ricoeur cuando, en su crítica al multiculturalismo norteamericano, sugiere pasar del énfasis sobre la identidad a una política de reconocimiento. "En la noción de identidad hay solamente la idea de lo mismo, en tanto reconocimiento es un concepto que integra directamente la alteridad, que permite una dialéctica de lo mismo y de lo otro. La reivindicación de la identidad tiene siempre algo de violento respecto del otro. Al contrario, la búsqueda del reconocimiento implica la reciprocidad" (P. Ricoeur, La critique et la conviction: entretien avec F. Azouvi et M. Launay, 1995).

Aun para producir bloques históricos que promuevan políticas contrahegemónicas (J. Beverly, op. cit.) –interés que comparto– es conveniente distinguir entre conocimiento, acción y actuación; o sea, entre ciencia, política y teatro. Un conocimiento descentrado de la propia perspectiva, que no quede subordinado a las posibilidades de actuar transformadoramente o de dramatizar la propia posición en los conflictos, puede ayudar a comprender mejor las múltiples perspectivas en cuya interacción se forma cada estructura intercultural. Los estudios culturales, entendidos como estudios científicos, pueden ser ese modo de renunciar a la parcialidad del propio punto de vista para reivindicarlo como sujeto no delirante de la acción política.

 

Books@Google

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By Jason Epstein

 

The expanding jumble of art, science, metaphysics, practical knowledge, merchandise, gossip, and other trivia stored electronically on the World Wide Web is directly descended from the unprocessed babble transmitted haphazardly by word of mouth and from place to place from which our ancestors forged the wisdom of our species. For millennia this babble had been held in tribal memory, in languages and cultures long forgotten, until the exigencies of burgeoning commerce some six thousand years ago—a recent event in the long career of Homo sapiens—compelled the invention of written language, the sine qua non of today's documented world including the Web itself.

The invention during World War II of electronic memory and of the World Wide Web a mere seventeen years ago originally as a way for scientists to communicate with distant colleagues is a further—perhaps the ultimate— evolution of the momentous transition from collective memory dependent largely on mnemonic verse to prosaic inscription on clay, stone, and paper. With these primitive tools human beings were at last able to record, in language of great beauty and profound understanding, the lore and wisdom accumulated during our long prehistory. What further triumphs of the human spirit may be shaped from the World Wide Web, should our species survive its current folly, are beyond imagining.

In 1998 two Stanford graduate students, Larry Page and Sergey Brin, founded Google.com, a search engine that uses a better technology than had previously existed for indexing and retrieving information from the immense miscellany of the World Wide Web and for ranking the Web sites that contain this information according to their relevance to particular queries based on the number of links from the rest of the Internet to a given item. This PageRank system transformed the Web from its original purpose as a scientists' grapevine and from the random babble it soon became a searchable resource providing factual data of variable quality to millions of users. And once again it was the exigencies of commerce that transformed Google itself from an ingenious search technology without a business plan to a hugely profitable enterprise offering a variety of services including e-mail, news, video, maps, and its current, expensive, and utterly heroic, if not quixotic, effort to digitize the public domain contents of the books and other holdings of major libraries. This new program would provide users wherever in the world Internet connections exist access to millions of titles while enabling libraries themselves to serve millions of users without adding a foot of shelf space or incurring a penny of delivery expense.

Spurred by Google's initiative and by the lower costs, higher profits, and immense reach of unmediated digital distribution, book publishers and other copyright holders must at last overcome their historic inertia and agree, like music publishers, to market their proprietary titles in digital form either to be read on line or, more likely, to be printed on demand at point of sale, in either case for a fee equal to the publishers' normal costs and profit and the authors' contractual royalty, thus for the first time in human history creating the theoretical possibility that every book ever printed in whatever language will be available to everyone on earth with access to the Internet.


Not everyone welcomes the revolution wrought by Google. Jean-Noël Jeanneney, director of the Bibliothèque Nationale, worries in Google and the Myth of Universal Knowledge that national libraries, including his own, will suffer under Google's worldwide dominance, but nothing prevents the Bibliothèque Nationale and its counterparts from digitizing their own collections or permitting Google to do it for them as Oxford's Bodleian Library has done. Chris Anderson, the editor of Wired, has expanded his influential essay "The Long Tail" into a best-selling book in which he shows that the vast "shelf space" of the Web permits virtually limitless digital content whose variety creates heretofore unexpected demand for relatively obscure or specialized items in a heterogeneous marketplace whose aggregate audience with its multiform interests far exceeds that for best sellers, whose current dominance reflects today's highly centralized retail structure dependent on quick turnover of largely undifferentiated items.

The radical decentralization of the digital marketplace has already been demonstrated in the music industry and preliminary evidence suggests that greater choice will, as Chris Anderson foresees, create greater demand for a wide range of books as well. An obvious example is books in Spanish to serve the 40 million Hispanics now living in the United States and poorly served by sparse retailers. According to Mark Sandler of the University of Michigan Library, in an essay in Libraries and Google, an experiment by the library involving the digitization of 10,000 "low use" monographs offered on the Web produced "between 500,000 and one million hits per month. In the past, these works were accessible," Sandler writes,

to a base population of 40,000 students, faculty, and staff. That's about four readers for each book included in the project. When electronic versions of these works were made accessible to the entire world, suddenly 40,000 potential readers became 4 billion, and the odds of consumer interest jumped from 4:1 to 400,000:1. Add to that the extent to which Web access overcomes the impediments of physical delivery—request a book (sight unseen) from storage, wait twenty-four hours for delivery, come physically to the library to pick it up, etc. Electronically, we're talking about instant gratification of a one in a million need. This is a service dream come true for libraries and library users, especially those without immediate access to a great research library collection.

Fear of a worldwide Google monopoly may therefore be unfounded as rivals add specialized segments to Google's own long and lengthening tail.

Google was not the first search engine to filter the contents of the Web but its PageRank innovation has become the most popular way to arrange Web sites on a given subject according to their possible relevance to specific queries. Google's inventors were also not the first to grasp the commercial implications of a technology that brings millions of searchers to specific topics and thus guides self-selected customers to a vast range of goods and services; but Google's unique technology provides the most efficient means for juxtaposing ads with appropriate search results. Hundreds of thousands of advertisers, most of them small businesses, bidding at auction for placement adjacent to Web sites of interest to their potential customers, now pay Google for each time a searcher clicks through to their site, making Google one of the richest corporations in the world: in effect an interactive yellow pages of infinite variety serving a radically democratized world market.

The self-proclaimed goal of Google's idealistic founders is to practice virtue, which is reflected in the company's unofficial motto, "don't be evil." The confrontation of founders who wish to do only good with the complex reality of their astonishing commercial achievement is an issue of biblical scope which calls to mind the expulsion, naked and trembling, of our ancestral parents from prelapsarian Eden into a world where choice is obligatory and error inevitable, a blessing and a burden upon themselves and what Milton called, with mixed feelings, their hapless seed.

Google's innocence did not survive its well-known encounter with the government of China, which demanded in January that Google's search and news services delete certain politically offensive sites, to which Google agreed. "On balance," Google's communicators explained, "we believe that having a service with links that work and [that] omits a fractional number is better than having a service that is not available at all. It was a difficult trade-off for us to make, but one we felt ultimately serves the best interests of our users located in China." Google is a public company, responsible to its stockholders and challenged by Yahoo, Microsoft, and other powerful rivals whose corporate creeds are silent on the question of good and evil. For Google and its competitors China is an indispensable market. That Google's "trade-off" "ultimately serves" its "users" is at best a half- truth since it actually serves the Chinese censors to the disadvantage of its users. A similar half-truth is the mention of an unspecified "fractional number" of omitted sites, when the whole truth is that only sites objectionable to the government of China were omitted.[1] Welcome then to the real world where Google's privacy policy is another product of lawyerly weaseling:

We may share private information...[if] we conclude that we are required by law or [believe] that access, preservation or disclosure of such information is reasonably necessary to protect the rights, property or safety of Google, its users or the public.

"In other words," writes John Battelle, the author of The Search, an informative, enthusiastic, but not uncrit-ical account of Google's extraordinary achievement, "if Google decides that tracking and acting upon your private information is in its best interest, it can and it will."

The privacy policy and the China statement are typical corporate duplicity, less evil than sordid by the lofty standards of two Stanford graduate students who conceived their corporate motto before they found themselves knee-deep in real-world mud. Google's encounter with the complex laws of copyright is a more interesting case involving a novel contradiction within the law created by the technology of digitization. Copyright law permits so-called "fair use," that is the right to copy short citations from protected works without payment, for instance in reviews and scholarly articles. Before digitization this was simply a matter of finding the desired citation in a printed text and copying it with attribution into one's own work. But for Google to provide this opportunity to its users, it must first digitize the entire text, which violates the provision of copyright law that forbids copying more than a brief passage. Lawyers for Google and the publishers will continue to exchange Talmudisms on this conflict until book publishers decide to enter the digital world to everyone's advantage including their own and that of their authors. The issue will then be moot. Meanwhile the lawyers quibble and bill.

According to David Vise in The Google Story, another excellent history to place alongside Battelle's The Search, the idea for Google Book Search occurred to Larry Page, Google's co-founder, when he was still a Ph.D. candidate at Stanford and recalled his difficulty as a high school student in finding the manuals he needed for assembling electronic gadgets. In graduate school he encountered a more severe version of the problem. "Right now," he said, "it is really hard for scholars to work outside their area of expertise because of the physical limitations of libraries." What he envisioned was an electronic library loan system in which libraries would lend one another titles digitally rather than ship physical copies. From this practical insight grew Google Book Search with its commitment to digitize as many as 20 million public domain titles from the collections of major libraries and to challenge publishers of protected works by copying their authors' property to permit allowable citations. How money is to be made from this vast project remains unclear and may have been a matter of indifference to the public-spirited Page when he conceived it, but sooner or later Google and its avatars will become not only the world's multilingual library of libraries but a universal bookstore offering millions of titles to readers worldwide and monetization will follow, raising the theoretical possibility that every book ever printed in whatever language may indeed be accessed wherever Internet connections exist.

Page's original conception for Google Book Search seems to have been that books, like the manuals he needed in high school, are data mines which users can search as they search the Web. But most books, unlike manuals, dictionaries, almanacs, cookbooks, scholarly journals, student trots, and so on, cannot be adequately represented by Googling such subjects as Achilles/wrath or Othello/jealousy or Ahab/whales. The Iliad, the plays of Shakespeare, Moby-Dick are themselves information to be read and pondered in their entirety. As digitization and its long tail adjust to the norms of human nature this misconception will cure itself as will the related error that books transmitted electronically will necessarily be read on electronic devices. Only those who have not read the Iliad or Moby-Dick, or Bleak House or Swann's Way or The Origin of Species, will entertain this improbability. Until human beings themselves evolve as electronic receivers, readers will select such books as these—the embodiment of civilizations—as files from the World Wide Web, whence they will be transmitted either to a personal computer and printed out—a cumbersome procedure resulting in a stack of unbound sheets—or, much more satisfactorily, to a nearby machine not much bigger than an ATM which will automatically print, bind, and trim requested titles on demand that are indistinguishable from factory-made books, to be read as books have been read for centuries.

Meanwhile Google, together with the Gutenberg Project and the Open Content Alliance, and similar programs, has turned a new page in the history of civilizations leaving to us the privilege and the burden of carrying the story further. As part of this effort, On Demand Books, a company in which I have an interest, has installed in the World Bank bookstore in Washington, D.C., an experimental version of a machine such as I have just described, one that receives a digital file and automatically prints and binds on demand a library-quality paperback at low cost, within minutes and with minimal human intervention—an ATM for books. A second experimental machine has been sent to the Alexandrina Library in Egypt and will soon be printing books in Arabic. A newer version will be installed later this year or early next year in the New York Public Library.[2]

Notes

[1] Wikipedia, unlike Google, Yahoo, and Microsoft, refused to restrict its content, and for the last year has been banned in China.

[2] See Jason Epstein, "The Future of Books," Technology Review, January 2005.

 

Font:

The New York Review of Books,

october 2006 

http://www.nybooks.com/index

Profesionales de la cultura

Profesionales de la cultura

Proliferan los cursos de especialización en gestión cultural, una profesión por reconocer y cada vez más especializada

AMAYA IRÍBAR * El País * 12/11/2006

Los alumnos de la tercera promoción del Máster en Administración de Empresas e Instituciones Culturales del Instituto Universitario de Posgrado (IUP) y del posgrado en Gestión Cultural de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) acaban de empezar sus clases. Son sólo un ejemplo de la proliferación de títulos de especialización de gestores culturales, una profesión en auge, pero que carece de reconocimiento oficial. Una encuesta de Santillana Formación, filial del Grupo PRISA, editor de EL PAÍS, sobre 1.180 candidatos a sus programas específicos revela que los futuros gestores son licenciados universitarios, trabajan en el ámbito de la comunicación y la cultura y quieren completar su formación.

El organizador de un concierto, el gerente de un teatro o sala de exposiciones y el responsable del área de cultura de un ayuntamiento. Todos ellos pueden considerarse gestores culturales, una profesión que, en sentido amplio, ejercen todos aquellos que hacen de intermediarios entre los artistas y el público, en el sector público y en el privado, resume Cristina Ramírez, presidenta de la Asociación de Gestores y Técnicos de Cultura de Madrid (Agetec), que tiene alrededor de un centenar de socios.

La existencia de esta asociación y de otras similares en la mayoría de las comunidades autónomas no quiere decir que esta profesión esté considerada como tal. De hecho, cuesta incluso saber cuántos gestores culturales hay en España. Según el Anuario de la Cultura, que edita el Ministerio de Cultura, la industria cultural emplea a casi 500.000 personas (el último dato es del año 2004), aunque es difícil saber cuántas de ellas están en puestos de gestión.

Lo que está claro es que se trata de una profesión, que, según Ramírez, no ha dejado de crecer desde la llegada de la democracia, hace más de 30 años, hoy en día vive cierto boom. Al menos a juzgar por el aumento de la oferta formativa especializada. Sobre todo de posgrado. Entre los nuevos programas oficiales de este ciclo aprobados el pasado mes de junio, al menos tres instituciones ofrecen másteres o programas de doctorado en gestión cultural: la Universidad de Barcelona, la de Valencia y la Politécnica de Valencia. A estos títulos reconocidos por el Ministerio de Educación habría que añadir los títulos propios de centros públicos y privados.

Uno de ellos es el que ofrece el Instituto Universitario de Posgrado (IUP), una entidad de formación superior impulsada por las universidades Carlos III de Madrid, Alicante y Autónoma de Barcelona, y Santillana Formación desde hace tres años. Ángel Castaño, responsable de Promoción de la institución, asegura que entre los nichos de empleo para estos profesionales está la Administración pública y las fundaciones: "El sueño de muchos es llegar a gestionar salas polivalentes, como La Casa Encendida en Madrid", un centro cultural de la obra social de Caja Madrid, que alberga exposiciones, talleres, biblioteca...

Los nuevos negocios culturales, incluidos los audiovisuales, están cambiando el perfil de los gestores. "Es necesaria una profesionalización", reconoce la presidenta de la asociación madrileña, que es también coordinadora del área de cultura en el Ayuntamiento de San Fernando de Henares (Madrid), quien subraya que se trata de "una profesión compleja y que exige formación continua".

Para Ángel Castaño, "la idea debe ser formar gente que sepa hacer negocio, además de ser entusiastas de la cultura". Y que estén cada vez más especializados.

Una encuesta realizada por el IUP a 1.180 de sus candidatos a alguno de los programas de la entidad especializados en Comunicación y Cultura revela el perfil de los gestores culturales del futuro. Son hombres y mujeres con estudios universitarios (64%) y cuya motivación es complementar su formación (40%) y el desarrollo profesional (25%).

Los autores de la encuesta extraen tres perfiles diferentes. Un primer grupo, formado por los más jóvenes, que no han cumplido los 30 años, están mejor preparados y dominan algún idioma extranjero. Los que están en la treintena ya están trabajando en la industria cultural y suelen ser profesionales cualificados con conocimientos amplios del sector. Por último, los mayores de 40 años suelen acudir a un curso para afianzar su carrera profesional.

 

Alain Touraine, Iguales y diferentes

Alain Touraine

Iguales y diferentes

(Informe Mundial sobre la Cultura, Unesco)

Alain Touraine: Sociólogo de la Escuela de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales (EHESS). Fundador del Centro de Análisis e Intervención Sociológica (CADIS), París (Francia)

Intereses sociales y valores culturales

Nuestra experiencia colectiva esta fuertemente marcada por dos transformaciones recientes: por una parte, las nuevas industrias actúan sobre la cultura y la personalidad, creando lenguajes, imágenes y representaciones del mundo y de nosotros mismos; por otra parte, entran en la economía mundial poblaciones que no se han modernizado poco a poco sino bruscamente, mientras que siguen viviendo en sus antiguas condiciones sociales y culturales. De un lado, pues, ya no podemos considerar que los seres humanos crean su entorno técnico y económico, puesto que desde ahora son las industrias culturales, (en formación) las que crean nuevas representaciones del ser humano; y, de otro lado, descubrimos que es posible innovar no sólo con lo nuevo, como se pensaba en Occidente, sino también con lo viejo, movilizando los recursos culturales y sociales de cada país para que pueda entrar en el sistema económico mundial.

Esta doble transformación hace que los problemas más visibles y los que dan lugar a los mayores conflictos, dramas y esperanzas, sean hoy día los problemas culturales, mientras que los que solíamos llamar problemas sociales parecen mejor controlados en los países industrializados y menos vitales en los países en vías de desarrollo, donde las condiciones de la modernización son más importantes que los problemas internos de una sociedad industrial, todavía en formación.

Pero, si es cierto que los problemas culturales han tomado la delantera a los problemas propiamente sociales y que la reivindicación de los derechos culturales tiene más fuerza que la de los derechos sociales, en ambos casos nos encontramos ante opciones comparables. La modernidad aparece siempre como una ruptura entre la acción racional frente al mundo y, por tanto, la desilusión ante él, por una parte, por otra, la conciencia del propio yo, ya tome la forma de individualismo moral de Kant o la de una identidad comunitaria. Y en todas las situaciones, la llamada a la política, a la acción voluntaria de la sociedad sobre sí misma, es lo único que puede salvar la unidad de nuestra experiencia personal y colectiva.

En las dos grandes situaciones históricas consideradas, una en la que predominan los problemas sociales y otra en la que son más visibles los problemas culturales, se plantea la misma cuestión: cómo combinar la universalidad de los derechos con el reconocimiento de los intereses sociales y los valores culturales particulares. Sin la universalidad de los derechos, una cultura se encierra en su diferencia y, a menudo, en la idea de su superioridad, mientras que la actividad técnica y económica se reduce a la gestión de los medios puestos al servicio de una voluntad política. Se entra entonces en lo que Weber llamaba la guerra de los dioses y que es, de hecho, la guerra de las naciones, de los estados y de los pueblos.

¿Cómo dotar de contenido real a la afirmación de los derechos universales? Para esta pregunta caben tres respuestas principales.

La primera es mantener la llamada a la universalidad de los derechos, es decir a la ciudadanía, en nombre de Dios, de la Raza o de la Historia, aun a riesgo de aceptar las desigualdades sociales o la represión cultural. Inversamente, la segunda consiste en afirmar el valor universal de una cultura particular y, en consecuencia, rechazar todo pluralismo y excluir a las minorías. La tercera sería extender la noción de derechos civiles a los sociales y culturales.

En la época de la primera industrialización, que afectó sólo a algunos países del mundo occidental, estas tres respuestas produjeron, de una parte, un "republicanismo" jurídico, indiferente u hostil a las reivindicaciones obreras; de otra, en sentido opuesto, la voluntad de crear una sociedad de trabajadores, e incluso una dictadura del proletariado; y, por último, en una tercera dirección, la creación de una "democracia industrial", como la llaman los ingleses, que tomó después la forma de la socialdemocracia o del "Estado del bienestar". Lo que nos importa hoy es reformular estas tres respuestas para adaptarlas a los problemas planteados por la afirmación de los derechos culturales.

Tres respuestas

La primera respuesta, que atrae sobre todo a los países con tradición política y democrática más antigua, y en particular a Francia, es la defensa de la universalidad de la cultura y, por tanto, el rechazo de la minorías lo que, en el mejor de los casos, supone una gran apertura de la sociedad que se identifica con valores universales. En cierta medida, es lo que pasó en el Reino Unido y en Francia, al menos cuando estos países se encontraban en situación de superioridad, mientras que hoy están amenazados por la redistribución de la riqueza y de la producción en el mundo. De forma aún más decisiva, esta visión fue destruida por el movimiento feminista al afirmar que los términos "hombre" y "derechos humanos" no tiene otra expresión que la dualidad hombre/mujer, de modo que la igualdad y la diferencia, lo universal y lo particular son ya inseparables.

La segunda respuesta, semejante a la idea de una sociedad de trabajadores o a la dictadura del proletariado en la sociedad industrial, es la búsqueda de la pureza y la homogeneidad recurriendo a medios a menudo autoritarios, o aislando las comunidades unas de otras en nombre de un relativismo cultural sin límites. En algunos países, como Estados Unidos, esto se refleja en la importancia de la identity politics; en otros, menos privilegiados, ha llevado a un aumento del fundamentalismo y, sobre todo, de los integrismos que sirven de base a los regímenes autoritarios.

¿Es posible encontrar una tercera vía, semejante a la que condujo a la industrial democracy en las primeras sociedades industrializadas? Esta pregunta tan simple define el problema más importante de nuestras sociedades. Al igual que en la Europa del siglo XIX, el problema fundamental, lo que se llamaba la cuestión social, era el de la clase obrera y la dominación que sufría, actualmente el problema central consiste en combinar la pluralidad de las culturas con la participación de todos en un mundo tecnoeconómico del que todos los países forman parte. Se han propuesto varias respuestas a esta cuestión.

La primera, que podríamos llamar estética, es el reconocimiento de una diversidad cultural, y la curiosidad por las otras culturas, que también puede servir como mirada crítica sobre uno mismo, como ya hizo Montesquieu en sus Cartas persas. Fue precisamente durante la revolución industrial cuando se desarrolló el interés por la Antigüedad, y fue el gran despegue económico de la posguerra el que hizo aumentar rápidamente, en muchos países, las visitas a museos y exposiciones. Mientras que éstos interesaban sobre todo, hasta aquí, a quienes buscaban sus orígenes (particularmente, en el caso de Europa, en Roma, en Grecia y especialmente en Egipto), asistimos ahora a la proliferación de exposiciones y museos que presenta objetos venidos de culturas consideradas diferentes o representativas de las "artes primitivas", según la expresión de Jacques Chirac. Pero los límites de esta respuesta estética son evidentes, porque este reconocimiento de culturas diferentes es tanto más fácil cuanto más alejadas están y menos afectan a nuestras actividades y a nuestras relaciones sociales cotidianas.

La segunda repuesta consiste en buscar los mismos principios universalistas en todas las culturas, por encima de sus diferencias. Es el espíritu que anima a todos los encuentros ecuménicos, como el organizado por el papa Juan Pablo II en Asís, y a muchas de las actividades que emprende la UNESCO para facilitar el reconocimiento mutuo de las culturas. ¿No estamos todos preocupados por las mismas cuestiones fundamentales: de dónde venimos y a dónde vamos? ¿No están de acuerdo todas las grandes religiones en exigir el respeto a la vida y en afirmar el principio de igualdad entre todos los seres humanos? Cierto que esta respuesta parece, con frecuencia, ridícula y que las religiones han suscitado más guerras que congresos ecuménicos, como recuerda S. Huntington. Sin embargo, la filosofía de la Ilustración conserva un gran atractivo para todos los que sitúan la comunicación y, por tanto, la relación, por encima de la producción. Esta posición se refleja especialmente, en nuestros días, en la filosofía alemana, con Habermas y Apel y su búsqueda de las condiciones universales de la comunicación entre actores diferentes. No obstante, es difícil que la comunicación y el reconocimiento del otro puedan establecerse entre individuos o grupos sociales situados en relación de desigualdad, de dominio o de dependencia. ¿No volveremos entonces a las ilusiones del republicanismo y, en consecuencia, al rechazo de los derechos culturales de ciertas categorías, en nombre de la universalidad de los derechos políticos?

Es preciso, pues, buscar otra solución, en la línea de lo que fue la creación lenta, difícil y siempre parcial de una democracia industrial, en los países que emprendieron primero una modernización capitalista. Búsqueda difícil, que a muchos se antoja imposible, en un mundo en movimiento, sin principio y sin centro, y donde parece más racional aceptar una diversidad, regulada únicamente por el mercado. Esta es la posición posmoderna, a la vez radical en su destrucción de todos los principios universalistas, a los que se acusa de ser ideologías de los países o las clases dominantes, y ultraliberal, ya que sólo el mercado puede asegurar una comunicación sin integración.

Creo, sin embrago, que se puede encontrar una respuesta. Si el mundo técnico y el de las identidades culturales se han alejado cada vez más uno de otro, sólo el individuo posee los medios para aproximarlos, e incluso siente la necesidad de hacerlo, ya que su unidad, la coherencia de su personalidad, se ve amenazada por esta separación. Esta combinación es posible, porque se trata de ligar el universo de los medios, en el que todo el mundo participa, con el de los fines, los valores, que son cada vez más diferentes. No hay, pues, que buscar la universalidad en un principio superior, como lo hacen quienes, con Hannah Arendt, tratan de reconstruir la política y su principio de igualdad por encima de las desigualdades sociales; por el contrario, hay que buscarla en la necesidad de cada individuo y de cada colectividad de ser definidos, a la vez, por sus identidades y por su participación en el mundo tecnoeconómico.

Esta idea lleva a superar las soluciones propuestas. Se trata de reconocer la diversidad de las culturas, de afirmar los derechos culturales de cada uno y, en particular, de las minorías y, por tanto, de combinar igualdad y diferencia. Destacados antropólogos, como Clifford Geertz o Louis Dumont, han afirmado que estos dos términos eran incompatibles. Lo son en efecto dentro de un sistema social muy consolidado, siempre jerarquizado, donde la diferencia entraña desigualdad. Pero en una sociedad abierta, donde desaparecen los principios reguladores, no hay más desigualdad que la económica o la militar y, en consecuencia, las diferencias culturales pueden combinarse con un mundo económico no igualitario a través de lo que yo llamo el "sujeto", es decir, la voluntad de cada uno de constituirse en protagonista, combinando la acción instrumental y la identidad cultural.

Esta afirmación conlleva una objeción inmediata: si la construcción del sujeto es personal, ¿no quedará encerrada en la vida privada, mientras que la vida pública se abandona a las desigualdades económicas y a la guerra de los dioses? Objeción tan evidente como fácil de contrarrestar, ya que un agente social no puede afirmar su derecho a ser un sujeto, sin reconocérselo al mismo tiempo a los demás. Y, de modo más inmediato, un actor no puede ser un sujeto más que entrando en relación con otro actor al que reconoce y que lo reconoce como sujeto. A decir verdad, la democracia sólo puede definirse hoy como el sistema político que protege y fomenta el reconocimiento mutuo de los actores, en su esfuerzo por combinar su participación en el mundo tecnoeconómico con la protección de su identidad cultural. Un ejemplo será suficiente para comprender esta idea. Cuando una minoría se encuentra en una sociedad –por ejemplo, cuando los inmigrantes vienen a trabajar y a vivir en una sociedad que les es extraña -, su integración en esta sociedad no puede realizarse ni por fusión en ella ni, contrariamente, por su aislamiento de la comunidad, sino únicamente mediante la combinación de un acceso igualitario al trabajo y a la renta, y el reconocimiento de su identidad. Siguiendo a Simmel, será preciso que se integren como extranjeros, es decir, como iguales y diferentes a la vez. Por el contrario, vemos con frecuencia cómo se fomenta la desigualdad de los inmigrantes, relegándolos a trabajos no cualificados, a la precariedad y el desempleo y, al mismo tiempo, se los considera semejantes, rehusándoles los signos de su identidad cultural.

Identidad cultural y gestión democrática

Es posible aplicar un razonamiento análogo a categorías distintas de las étnicas, como las religiosas o las sexuales. En el primer caso, se trata de ir más allá de la simple tolerancia, que limita las creencias religiosas a la vida privada, y también más allá de un laicismo que afirma la inferioridad y la irracionalidad de las conductas religiosas. Se trata de permitir que las minorías religiosas combinen su participación en la vida económica con la afirmación de su identidad religiosa, que, por su parte, debe definirse por sí misma y no por la pertenencia histórica a una comunidad, la mayoría de cuyas reglas son propias y específicas y no pueden justificarse o explicarse por la creencias religiosas.

En cuanto a las conductas sexuales, en muchos países el reconocimiento de los homosexuales ha progresado mucho en los últimos años, no sólo como reconocimiento de una diferencia sino, sobre todo, como un aspecto particular de la relación que cada uno trata de establecer entre sexualidad y cultura, mientras se aleja la concepción puritana y represiva sobre la que se basó durante mucho tiempo la cultura occidental.

Si descartamos las posiciones agresivas, que proclaman la necesidad de crear comunidades homogéneas y puras, lo que sólo puede conducir a sociedades totalitarias, definidas por su lucha contra el enemigo interior, existen dos grandes respuestas al problema planteado: la afirmación de un orden político superior, fundado en la igualdad de los ciudadanos, que se opone a la desigualdad de los agentes sociales, o, en sentido diametralmente opuesto, la llamada a abordar las diferencias mediante el reconocimiento del derecho de todos a combinar actividad técnica e identidad cultural en un mundo en el que ya no pensamos que la modernización económica y la racionalización supongan necesariamente el triunfo de un tipo de moral, de creencia o de organización social. El pensamiento de Max Weber no explica los fundamentos culturales de la modernidad, sino las razones culturales de cierto tipo de modernización, el capitalismo, es decir, la ruptura de todas la ligaduras que unían la economía a culturas y formas de organización social. Hemos entrado actualmente en sociedades propiamente técnicas, o sea, operativas e instrumentales, que no imponen ninguna cultura ni ninguna forma de organización social. Y, al mismo tiempo, vemos aparecer formas de modernización diferentes, mientras que hasta ahora muchos pensaban que sólo había un único best way, como decía Taylor, y que los nuevos países industriales debían seguir las huellas dejadas por los que los habían precedido en la vía de la modernización.

Esta combinación de una identidad cultural, en especial étnica o religiosa, y una gestión democrática que garantiza, reforzándolos, los derechos de cada uno a convertirse en "sujeto", se realiza, en casi todos los casos, en un marco nacional, y la conciencia nacional no se reduce nunca al funcionamiento de instituciones democráticas al servicio de derechos universales. La clásica oposición entre la nación-institución, a la francesa, y la nación-comunidad, a la alemana, tiene un valor analítico, pero no describe bien la realidad. Por parte alemana, de Herder a Fichte, los creadores de la conciencia nacional alemana han estado fuertemente influidos por la filosofía de la Ilustración y querían que también Alemania, y no sólo Francia y el Reino Unido, pudiera identificarse con la razón y el progreso. Del lado francés, de Michelet a Renan y al general De Gaulle, la idea de nación ha sido siempre una realidad tangible y emocional, más relacionada con la memoria que con principios e instituciones. Se puede esperar que una nación-comunidad rechace más fácilmente a las minorías y, en efecto, la adquisición de la nacionalidad es mucho más difícil en Alemania que en Francia y el Reino Unido, la conciencia nacional está fuertemente ligada a una conciencia de "país", es decir, de colectividad restringida, de regiones o unidades más pequeñas. No es muy distinta la situación americana, donde la conciencia nacional, muy fuerte, se combina con la de pertenencia a la nacionalidad de origen. Así pues, la etnicidad no se opone a la nacionalidad: por el contrario, cuando la conciencia nacional es más democrática es cuando la conciencia étnica (sea nacional o religiosa) se puede combinar con ella. El caso más claro, en los países occidentales, es el de los judíos, en los que se asocia una fuerte conciencia comunitaria y un fuerte sentimiento de pertenencia nacional. Si la nación se define sólo por sus instituciones representativas, se corre el riesgo de dejar el sentimiento de pertenencia nacional en las manos de populistas y demagogos.

Hay que comprender esta observación. Con razón se cuestiona cada vez más la pretensión de universalidad del modelo que Europa inventó y puso en práctica al comienzo de su modernización. Este modelo no se basaba sólo en la racionalización, sino también en lo que ésta implicaba, a saber, una separación lo más completa posible entre lo racional y lo irracional, de modo que en la cima de la sociedad se concentraba todo lo que se consideraba racional, mientras que lo que se consideraba irracional se colocaba en situación de inferioridad o dependencia. De aquí proceden las representaciones dicotómicas que han dominado la vida y el pensamiento de Occidente. El individuo adulto varón, sin necesidades o incluso propietario de su vivienda, se consideró como el portador de la modernidad, mientras que los niños, las mujeres, los trabajadores dependientes y los habitantes de las colonias se consideraban dominados por sus pasiones. Razón contra creencias, interés contra pasión: estas contraposiciones, muy jerarquizadas, han dominado el mundo occidental y explican a la vez el éxito extraordinario de los países que aplicaron esta idea, con el Reino Unido a la cabeza, y la violencia de los conflictos internos en estas sociedades fundadas en la represión y en el espíritu de cálculo. La historia de los últimos cien años está marcada por la rebelión de los dominados: obreros, colonias, mujeres, y ahora también los niños, cuyos derechos han comenzado a tomarse en consideración, con toda justicia. Se ha iniciado un gran movimiento, que yo llamo la recomposición del mundo y que nos afecta a todos: las tradiciones culturales, como la imaginación y la sexualidad o, de modo más general, lo relacionado con el cuerpo, invaden los dominios del cálculo racional y debilitan la visión capitalista que protegía a los empresarios racionales de toda presión procedente de las categorías inferiores. Lo que estaba separado y jerarquizado tiende a aproximarse y a comunicarse. ¿Cómo es posible mantener la idea de una sociedad gobernada por la razón, por la igualdad abstracta por encima de todas las singularidades sociales y culturales, en un mundo donde la dominación de clases, el orden colonial y la dependencia de las mujeres se han visto violenta y justamente cuestionados? Las destrucción de las antiguas desigualdades no puede conducir ni a la idea confusa de un mestizaje generalizado, ni a la imagen débil y desesperante de un mundo unificado por el consumo de masas. Por el contrario, sólo debe conducir al reconocimiento por todos del gran movimiento hacia la recomposición del mundo, o sea, hacia el diálogo entre las identidades culturales y la razón instrumental, liberada ya de su papel de legitimadora del poder de una clase o de una nación. En este sentido, la acción de los ecologistas ha sido la más importante, ya que defienden a la vez las condiciones de supervivencia del mundo y la diversidad de especies y culturas. Sólo por esta vía se puede encontrar un desarrollo sostenible, cuyos aspectos centrales sean la diversidad cultural y el respeto a los proyectos personales y colectivos.

Hay muchos obstáculos que impiden progresar más deprisa en esta vía; los más importantes son los que nos hacen impotentes frente a la disociación de la economía globalizada y las culturas particulares, lo que lleva a la desaparición o a la disolución de todos los proyectos sociales y culturales, de todas las concepciones activas del desarrollo.

Opciones y obstáculos

Debemos huir de la elección imposible entre la cultura de masas que une al mundo entero en el consumo de los mismos productos y un diferencialismo que nos confina a todos en comunidades cerradas, incapaces de comunicarse entre ellas, a no ser a través del mercado o de la guerra. Elección imposible, en efecto, pero que se impone a muchos en un universo donde el centro se define por la intensidad de los intercambios económicos, de información y, sobre todo, financieros, y la pérdida por las fronteras que levantan entre ellas las comunidades más y más obsesionadas por las amenazas que pesan sobre ellas.

Es fácil comprender los peligros de esta situación, porque ya los hemos vivido. A principios de este siglo, conocimos una apertura de los intercambios mundiales aún mayor que lo que hoy llamamos "globalización". En aquella época aparecieron, como hoy, nuevos países industrializados, que eran entonces Alemania y Japón. El triunfo del capitalismo financiero condujo a enfrentamientos dramáticos: no sólo las naciones europeas combatieron a muerte entre ellas, sino que países periféricos, o que comenzaban a participar en los intercambios capitalistas, como México, Rusia y China, conocieron revoluciones que a veces desembocaron en un nacionalismo relativamente modernizador, y a veces en regímenes totalitarios.

Vivimos hoy bajo la ilusión de que el modelo americano se puede generalizar; que es posible y necesaria la complementariedad de las grandes redes técnicas, económicas y financieras modernas, con una fragmentación cultural que ha permitido la afirmación de muchas minorías, pero también ha hecho más difícil la comunicación entre ellas. En Estados Unidos, esta cohabitación ha sido posible gracias al brillante éxito de la economía y, al mismo tiempo, por la fuerza de las instituciones y los mecanismo jurídicos que, desde hace tiempo, han buscado y conseguido la integración de una sociedad de orígenes muy diversos. Pero la situación americana nos recuerda la violencia de los conflictos que engendró, todavía no hace mucho, y también las otras partes del mundo se dan cuenta de su impotencia para manejar una situación potencialmente explosiva, que puede llevar fácilmente a la ruptura de todas las instituciones y toda la posibilidad de vida colectiva organizada.

La conclusión a que llevan estas observaciones sobre el presente y el pasado es que hay que huir de la elección entre dos soluciones extremas: la desaparición de las diferencias en una sociedad de masas o el enfrentamiento directo de las diferencias y las comunidades. Por el contrario, es preciso aprender a combinar las dos. Creo que la UNESCO está en el buen camino con sus grandes debates sobre la democracia, el desarrollo, la educación y, sobre todo, los derechos humanos, combinando los principios universalistas con las diferencias culturales y con la participación de todos en las actividades e intercambios económicos. La idea que nunca se debe sacrificar es que la paz en cada sociedad y entre las sociedades no puede existir sin el reconocimiento prioritario de un principio universal, que prevalece a la vez sobre la razón instrumental que reina en la economía, y sobre la diversidad de las culturas. Hay que respetar que muchos sean partidarios de las soluciones elaboradas por la democracia griega, del papel clave otorgado a la ciudadanía; pero ¿cómo cumplir este principio de orden, cuando vivimos en el movimiento, el cambio, la multiplicidad de los intercambios culturales y económicos? ¿No ha llegado la hora de afirmar el derecho de cada uno a elegir su camino, a combinar igualdad y diferencia en su discurrir por la vida, en la construcción y la defensa de su vida personal, en lugar de buscar un principio superior orden? Así como hay que resistirse a las afirmaciones superficiales de quienes profetizan la desaparición a corto plazo de los estados y de toda forma de control de una economía que desborda todas las fronteras y todas las normas jurídicas, también es cierto que se ha debilitado la imagen de la ciudad griega o la de los estados modernos, sobre todo en Europa y en las dos Américas, regiones que han creído en la omnipotencia de la ley y de la educación. Lo que quiere decir que, tras la gran revolución capitalista que se ha extendido por el mundo en los últimos veinte años, es preciso construir nuevas mediaciones políticas y sociales para limitar la disociación, que hoy es patente y peligrosa, entre una economía efectivamente globalizada e identidades culturales cada vez más encerradas en la defensa de una esencia amenazada. ¿Y cómo no subrayar, al dirigirme a la UNESCO, las implicaciones de esta idea sobre la educación? Occidente ha mantenido, durante mucho tiempo, una concepción basada en el Bildung, es decir, en el acceso de los jóvenes a los valores superiores, la verdad, la belleza, el bien, con los que cada país trata de identificarse, lo que llevó a transmitir conocimientos y valores más que a preparar a los niños para la vida. Tiempo es ya de que centremos la educación en los jóvenes para ayudarlos, no a perder sus particularismos en nombre de la universalidad, sino por el contrario, a vivir y a innovar combinando las actividades técnicas y las motivaciones culturales y psicológicas. La educación no debe ser un medio para reforzar la sociedad; debe ponerse al servicio de la formación de personalidades capaces de innovar, de resistir y de comunicar, afirmando su derecho universal a participar en la modernidad técnica con una personalidad, una memoria, una lengua y unos deseos propios, y reconociendo el mismo derecho a los demás. Si no impulsamos estas soluciones, el mundo conocerá desgarramientos más profundos que los que provocó la lucha de clases.


‘Los nuevos desafíos de la cooperación cultural europea'

‘Los nuevos desafíos de la cooperación cultural europea'

 

Raymond Weber

 

Este artículo no es la obra de un funcionario internacional que exponga los «conocimientos adquiridos» en su experiencia práctica en el ámbito de la cooperación cultural europea, ni la obra de un universitario y un investigador que desde una ilusoria «torre de marfil» analice su historial, su situación actual y sus desafíos de futuro.

Pretendo más bien compartir algunas experiencias y análisis, y también presentar muchas inquietudes y preguntas que me vienen al pensamiento después de más de un cuarto de siglo de compromiso en la cooperación cultural europea, como responsable de las relaciones culturales internacionales en mi país, Luxemburgo, o como actor en organizaciones como la UNESCO y el Consejo de Europa, como docente (en el Colegio de Europa en Brujas) y formador (en formaciones de administradores culturales), como mediador en y entre proyectos culturales, como animador de instituciones o de redes, como en el caso de la Laiterie (Centro Europeo para la Creación Joven, en Estrasburgo), las Pepinières - canteras o viveros - Europeas para Jóvenes Artistas (programa europeo de residencia de artistas), el Colegio Europeo de Cooperación Cultural (asociación que fomenta la cooperación entre las «redes» de los distintos institutos culturales en el extranjero) o el Centro Cultural de Encuentro Abbaye Neumunster (Luxemburgo), especialmente para la puesta en marcha de un instituto cultural común entre Francia, Alemania y Luxemburgo.

Todos estos compromisos me han enseñado como mínimo dos cosas: modestia y fe . Modestia, por un lado porque no se puede tener una visión completa de la cooperación cultural en Europa, y por el otro, porque uno se da cuenta de que cualquier acción cultural permanece frágil y aleatoria. Todo análisis será, necesariamente, incompleto y, en consecuencia, subjetivo. Fe, porque la creación artística y el desarrollo cultural se acaban imponiendo en todas partes, como medios de supervivencia (como hemos visto en Sarajevo), como vectores de la dignidad humana (como en el diálogo intercultural), como fuerzas de emancipación en nuestras sociedades, como «elementos que dan sentido» a nuestras vidas o, sencillamente, como fuentes de desarrollo y de felicidad personales.

1.Estado de la cuestión

La visión que se ofrece al «espectador» de la cooperación cultural europea es a la vez rica y contrastada. Es rica, porque es cada vez más multipolar y los distintos actores muestran una riqueza de creatividad y un dinamismo de invención e innovación extraordinarios. Es contrastada, porque presenta una diversidad de situaciones, de políticas culturales, de estructuras y de métodos de trabajo sobre los que las «políticas culturales» de las grandes instituciones y organizaciones (como la Unión Europea y el Consejo de Europa) parecen tener pocos efectos estructurantes.

Dicho de otra manera: no existe una política cultural europea única y común. Personalmente, yo añadiría: ¡por suerte!, aunque lamento la falta de ambición cultural europea de la mayoría de las mujeres y de los hombres políticos y la ausencia cruel de los medios presupuestarios consiguientes para programas y proyectos culturales europeos.

Lo que me parece más sorprendente es lo siguiente:

la mayoría de políticas culturales nacionales están en crisis, en lo que se refiere a los contenidos, las estructuras y los métodos de trabajo. Construidas sobre un Estado benefactor cada vez más frágil (en Europa del Oeste) o buscando aún su legitimidad en un sistema democrático (en Europa del Este), les resulta difícil definir los nuevos papeles del Estado y de los poderes públicos, pero también de la sociedad civil, en sociedades cada vez más multiculturales, globalizadas, que experimentan cambios profundos y han perdido la mayoría de sus referentes tradicionales. En todas partes, las estructuras y los equipamientos culturales parecen demasiado pesados, mal adaptados a las emergencias artísticas y a las nuevas prácticas culturales, e incapaces de responder a las nuevas necesidades de proximidad, de movilización de recursos, de solidaridad, de capacidad de escucha, de participación e implicación del tejido asociativo. Ante estos desarrollos, los poderes públicos reaccionan por un lado mediante desestatizaciones y privaciones de determinados equipamientos culturales, y por el otro mediante externalizaciones y contractualizaciones de determinadas misiones de servicio público;

la diplomacia cultural, que hasta ahora ha sido considerada el tercer pilar de los Asuntos Exteriores (al lado de los pilares de la política y la economía), a duras penas consigue pasar de una función de «escaparate del país» a una función de «diálogo intercultural», que integraría, además, la dimensión europea e internacional, mediante cooperaciones a medio y largo plazo. La política europea, que debería convertirse progresivamente en una política «interior», como mínimo en los 15 países de la Unión Europea, no ha encontrado todavía su legitimidad, ni en los artistas y los intelectuales, ni en los responsables políticos;

las políticas culturales locales (especialmente las de las grandes ciudades) y regionales parecen más conscientes de la necesidad de hacer de la cultura un instrumento importante de una política de desarrollo, de fomento y de encuentro, especialmente con sus ciudades y regiones compañeras. Ciertamente, el riesgo de una «instrumentalización» de la cultura al servicio de los objetivos económicos y sociales es importante, pero muchas iniciativas sostenidas por las ciudades y regiones, a menudo al margen de sus instituciones oficiales (en los eriales industriales o en los barrios y extrarradios mestizos) muestran que los artistas sacan provecho de ello y mantienen a la vez su autonomía;

en realidad, algunos grandes grupos se ocupan de gran parte de las «nuevas» políticas culturales, grupos que han invertido en los sectores económicos anclados en el ámbito cultural (especialmente en las industrias culturales, los medios de comunicación y las tecnologías de la información y la comunicación). En ellos se llevan a cabo elecciones culturalmente decisivas, la mayoría de las veces lejos de Europa, en contextos que se escapan de los procedimientos democráticos y basados en imperativos que son los de la rentabilidad. Se trata de AOL-Time Warner, Microsoft, Disney, Sony, Vivendi o Bertelsmann, que actualmente dominan el paisaje de la sociedad en red y el de la producción y la difusión culturales;

el Consejo de Europa puede prevalerse de programas culturales importantes desde hace aproximadamente cincuenta años. Estos programas han pasado por etapas diversas: reconciliación, (re)conocimiento recíproco, creación de un discurso común, puesta en común de soluciones, toma de conciencia de los retos multiculturales. El funcionamiento del Consejo ha sido - y sigue siendo - un funcionamiento triple: intelectual (foro de discusión de los grandes retos), normativo («fabricación» de convenciones, recomendaciones y resoluciones) y operativo (programas y acciones sobre el terreno).
Pero, por encima de todo, en los últimos años, ha tenido un papel irreemplazable en la «integración europea» de los países de Europa central y oriental. A pesar de unos presupuestos irrisorios, ha sido capaz de ayudar a sus países a dotarse de legislaciones culturales adaptadas y a escoger ellos mismos políticas culturales democráticas, con las legislaciones pertinentes, objetivos claros, administraciones transparentes y eficaces, sistemas de formación y evaluación claramente estructurados. ¿Será capaz de conseguir, en los próximos años, evitar que tengamos una Europa cultural de dos velocidades, con los «ricos» por un lado, es decir los países de la Unión Europea y los países culturales, y los «rechazados», del otro? Así mismo, dentro de los países europeos, ¿habrá también un abismo entre los «ciudadanos europeos», es decir, los que pueden viajar y tener derechos culturales, y los demás?;
después de haber conseguido mantener los vínculos entre artistas, intelectuales y universitarios de los dos «bloques» de la Europa anterior a 1989, incluso en los peores momentos de la guerra fría, la UNESCO sólo se puede implicar marginalmente en la región europea en su conjunto. Sus intervenciones están más centradas, ya sea en temas (como la diversidad cultural, la cultura de la paz, las cátedras UNESCO en el ámbito de los derechos humanos y de las políticas culturales, los monumentos y emplazamientos del patrimonio mundial), ya sea en áreas geográficas (la región caucásica, Bosnia Herzegovina, Kosovo, etc.);

la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) no se ha interesado en absoluto, al menos hasta ahora, por la cultura y las políticas culturales. Tras organizar un «Foro Cultural» en Budapest, en 1985, reunió a todos los estados europeos, así como a Canadá y a los Estados Unidos, en un «Coloquio sobre el patrimonio cultural» en Cracovia, en 1991. Si el Foro de Budapest no tuvo conclusiones ni continuación, el Coloquio de Cracovia produjo un Documento final interesante que redefine los fundamentos de la cooperación cultural europea tras la caída del muro de Berlín y la implosión del sistema comunista. Sin embargo, dicho texto no engendró ni una estrategia opcional, ni un programa concreto;

la acción cultural de la Unión Europea es todavía reciente (unos buenos diez años). Sin duda, cabe recordar aquí que si los primeros tratados de lo que hoy se ha convertido en la Unión Europea no preveían acciones ni políticas culturales, no era por olvido, sino por una voluntad claramente establecida y asumida: nada de constitución ni de cultura, en los inicios, sino una cooperación pragmática en lo que se refiere a las industrias del carbón y del acero (CECA), más adelante el Euratom. Si actualmente la cultura empieza a tener efectos estructurantes en el ámbito de los medios de comunicación, de la educación, de la cohesión social y del desarrollo regional, sobre todo gracias a programas importantes y a una implicación significativa de los fondos estructurales comunitarios, no se puede decir lo mismo del sector artístico y cultural propiamente dicho, que continúa siendo «no prioritario» a nivel de las políticas comunitarias, en términos políticos y presupuestarios. Hay que añadir que, para ciertos países de la UE, la acción comunitaria en el ámbito cultural debe seguir tan limitada como sea posible, basada en el principio de la «subsidiariedad» y en un proceso de decisión que exige la unanimidad (en el sí del Consejo de Ministros) y la codecisión con el Parlamento Europeo para cualquier decisión del programa;

sin duda, el desarrollo más prometedor de la cooperación cultural en Europa, estos últimos años, es el desarrollo extraordinario de la «sociedad civil» y de las organizaciones no gubernamentales: asociaciones, fundaciones, redes culturales, etc. Aquí se encuentra una mayor creatividad, innovación, dinamismo, voluntad de cooperación transfonterera, a pesar (o a causa) de la fragilidad financiera de estas organizaciones.

¿Qué balance provisional se deriva de estas primeras observaciones?

Por un lado, tenemos expresiones artísticas y prácticas culturales ricas, innovadoras y numerosas; por otro lado, políticas culturales, organizaciones internacionales y estructuras de cooperación que, aunque se están modificando, aún aparecen demasiado marcadas por un espíritu jerárquico, por instituciones demasiado pesadas, por la dificultad de cooperar y por la falta de transparencia, especialmente en los procesos de toma de decisiones. En resumen, si existe la Europa cultural desde ahora, sobre todo gracias a los artistas y a las redes culturales, todavía debemos inventar una política cultural europea común, no para influir en los contenidos artísticos y culturales, sino para promover y desarrollar los marcos (jurídicos, fiscales, financieros, etc.) de la cooperación cultural entre todos los copartícipes. Si bien los esfuerzos para definir una (y una única) identidad europea, únicamente a partir de nuestra historia y nuestro patrimonio comunes, me parecen bastante irrisorios, deberíamos ponernos de acuerdo en una «especificidad europea», como gestión y como proyecto de futuro.

A mi parecer, resulta inútil añadir que una Europa cultural así sería simplemente una Europa abierta al resto del mundo, sin miedo a la mezcla y que ofrecería hospitalidad..

2. Las recientes evoluciones del concepto de «cultura»

Me gustaría partir de la definición de la cultura que ofreció la UNESCO en 1982 en Méjico, durante la Conferencia Mundial sobre políticas culturales:

«Actualmente, la política puede considerarse como el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos, que caracterizan a una sociedad o a un grupo social. Además de las artes y las letras, la cultura engloba los modos de vida, los derechos humanos fundamentales, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias.»

Y un poco más lejos, la Declaración de Méjico continúa así: «La cultura otorga al hombre la capacidad de reflexión sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales y éticamente comprometidos. Es por ella que discernimos valores y elegimos. Es por ella que el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevos significados y crea obras que le trascienden.»

Dicha definición de la cultura, que el Consejo de Europa retomó dos años más tarde, en su Declaración europea sobre los objetivos culturales (4ª Conferencia de Ministros europeos de Cultura, Berlín 1984), constituye de algún modo el calderón de una reflexión en profundidad sobre los conceptos de base de las políticas y de la acción culturales características de los años 70 (y que han dado curso a los cambios de valores de los años 60 y al «nacimiento» de lo que R. Inglehardt denomina valores «postmaterialistas». Justamente en esta época «nacen» conceptos como los siguientes: democracia cultural, finalidades culturales del desarrollo, cultura para todos («Kultur für alle», de Hilmar Hoffmann, Frankfurt/M. 1979), cultura como derecho del ciudadano («Bürgerrecht - Kulturrecht», de Hermann Glaser, Francfort/M. 1983), desarrollo de la comunidad, animación sociocultural y «Soziokultur», etc. Uno de los textos más significativos y «proféticos» de este período sigue siendo la Declaración de Arc-et-Senans (1972) que subraya que «se trata de reconocer al hombre el derecho de ser autor de modos de vida y de prácticas sociales que tengan una significación. Por lo tanto, hay motivo para administrar las condiciones de creatividad dondequiera que se sitúen, para reconocer la diversidad cultural, garantizando la existencia y el desarrollo de los medios más débiles».

Justamente en este período el espacio cultural jugó plenamente su papel de experimentador social. Esta experimentación, esta liberación de la palabra y de las actitudes, se observaba igual de bien en los comportamientos cotidianos (la liberalización de las costumbres), en las nuevas experiencias comunitarias (especialmente en el movimiento hippie), en formas inéditas de solidaridad, en experiencias de la contracultura o en el arte vanguardista, que en la aparición de nuevos movimientos asociativos. En ese punto se hacían visibles las cuestiones y las exigencias que influirían lentamente en el paisaje político.

En este contexto emergieron los discursos que volvían a hacer explícitos de manera crítica los vínculos entre la cultura y la política, y también se construyó un nuevo imaginario para las políticas culturales que consistía, por ejemplo, en sustituir la antigua política de democratización de la cultura por una política de democracia cultural. En consecuencia, las políticas culturales, que insistían tanto en los procesos culturales como en los «resultados», estaban marcadas por un ideal de participación política, por una amplia descentralización, por una multiplicación de los dispositivos culturales (como en las «Maisons de la Culture» - Casas de Cultura- en Francia o los centros culturales en Bélgica) y por un refuerzo del tejido asociativo.

Los años 80 son más «pragmáticos»: la crisis económica, por un lado, y la profesionalización creciente del sector cultural, por otro, obligan a los responsables y a los actores culturales a abordar de una manera más profunda el «¿cómo?» de la política cultural y a situarse con relación al desarrollo económico, que se convierte en el objetivo principal. Es el inicio de la economía de la cultura, de la gestión y el márqueting culturales, del renacimiento urbano por la cultura (véase Glasgow), del establecimiento de formaciones de administradores, de gestores y de «ingenieros» culturales, del recurso más sistemático a fuentes de financiación que no provengan de los poderes públicos (esponsorización privada y de empresa).

En lo que respecta a los años 90, vienen marcados por la caída del Muro de Berlín, la desaparición del telón de acero y la implosión del sistema comunista. Frente a la mundialización, por un lado, y a la construcción europea por otro (en virtud del Tratado de Maastricht, en 1992, la Comunidad Europea, que hasta entonces había funcionado sobre una base esencialmente económica, se convierte en la «Unión Europea», más política, y da una base legal a una acción de Bruselas en el ámbito cultural), los problemas de identidades culturales y de minorías, nacionales o no, resurgen con fuerza y violencia, como se ha podido ver en el caso de Bosnia Herzegovina, de Kosovo, y actualmente de Macedonia. Tras su ampliación y liberalización respecto a otros ámbitos, la cultura corre cada vez más el riesgo de convertirse en un instrumento, especialmente de la política, la economía y lo social. Finalmente, mientras que los años 80 se caracterizaron por las relaciones entre la cultura y la economía, los 90 se caracterizaron por las relaciones entre la cultura y la cohesión social. Las razones esenciales son la mundialización, la crisis del Estado benefactor, el aumento del paro estructural y la metamorfosis del trabajo, la crisis del urbanismo moderno y la transformación de los sistemas de valores y de representaciones de la sociedad.

3. Análisis de la situación actual

¿En qué punto nos encontramos actualmente?

· por un lado, han cambiado muchos conceptos de base de la cultura y de la política cultural, si no de expresión, al menos de sentido. Citaré algunos ejemplos:
la democratización de la cultura ha dado paso a la democracia cultural;
la «Soziokultur» y la animación sociocultural dan paso cada vez más al desarrollo cultural;
donde se hablaba de «monumentos» y «emplazamientos», hoy en día se habla de patrimonio cultural, de paisaje cultural e incluso de entorno cultural;

· la vida cultural ha experimentado profundas transformaciones: aparecen nuevas expresiones artísticas, se desarrollan nuevas prácticas culturales, se liberaliza la cultura, el proyecto y la pequeña estructura de proximidad superan a menudo al equipamiento pesado, se concede una mayor importancia a los «márgenes»: eriales industriales, barrios mestizos, extrarradios innovadores donde se viven a la vez nuevas expresiones culturales y otros vínculos de solidaridad, de algún modo «biodegradables». Se generaliza la red como modo de funcionamiento y de cooperación, paralelamente al fortalecimiento de los deseos de movilidad y a las necesidades de formación de los distintos actores culturales. Aparecen nuevas «profesiones» culturales, especialmente en el ámbito de la mediación y de la proximidad, así como en la interdisciplinariedad. Finalmente, uno se da cuenta de la necesidad de gestionar de un modo distinto las «temporalidades culturales»: se ha pasado de los productos clave en mano a procesos colectivos, a trayectos personales, a la experimentación en común; de los cambios efímeros a las cooperaciones que se sitúan en el tiempo;

· la «reconciliación» de Europa consigo misma sigue estando, al menos en lo que a cultura se refiere, ampliamente inacabada. Es cierto que han desaparecido las fronteras ideológicas; sin embargo, no ha sucedido lo mismo con las fronteras que existen en nuestras cabezas. Andreï Plesu, antiguo Ministro de Cultura y de Asuntos Exteriores de Rumanía, caracterizó correctamente la situación en los años 90, cuando hablaba del «velo de incomprensión» que sustituía al telón de acero. Asimismo, en septiembre de 1999, nos advertía del peligro de ver desaparecer la diversidad cultural de Europa central y oriental en el molde de homogeneización del «acervo comunitario»;

por otro lado, han cambiado profundamente los modos de funcionamiento y los métodos de trabajo de la cultura: al parecer, se da más prioridad a los proyectos que a las instituciones, a los procesos/trayectos que los productos, a la cooperación que a los intercambios, a la confrontación y al diálogo que a los consensos débiles, a la connectividad que a la exclusividad, a los pasos «ascendentes o bottom up», flexibles y que funcionen en red, más que a métodos rígidos, «descendentes o top down» y jerarquicoburocráticos;

así, parece ser que a la definición esencialmente antropológica de la cultura preconizada en Méjico, en 1982, se han añadido nuevas aportaciones. Como, por ejemplo, una lectura más «hermenéutica» de la cultura, como conjunto de los recursos de sentido compartidos por los actores que pertenecen a los mismos conjuntos sociohistóricos. Entendida de este modo, la cultura aparece como el horizonte a partir del cual se forma nuestra familiaridad con el mundo, a través del cual comprendemos cómo construimos nuestra relación con los demás y con nosotros mismos. «Llamo cultura, escribe Jürgen Habermas, a la reserva del saber en la que los participantes de la comunidad puedan acceder a interpretaciones cuando se enfrenten a cualquier realidad en el mundo» (en: «Théorie de l'agir communicationnel», - Teoría del comportamiento comunicacional -, Fayard 1987).

Existe otra interpretación de la cultura que parece importante actualmente: la de C. Castoriadis (en: «La montée de l'insignifiance. Les carrefours du labyrinthe», - El aumento de la insignificancia. Las encrucijadas del laberinto -, Seuil 1996). Frente a la imagen de una cultura que sencillamente siempre estaría ahí, insiste en su dimensión procesual, en el trabajo imaginativo y reflexivo que se opera en ella sin descanso. Lo que constituiría la especificidad cultural de la modernidad, es que, en lo sucesivo, se cuestiona sin cesar la validez de los contenidos culturales (representaciones, sistemas de valores, instituciones, etc.), y la cultura, como la Bildung (en el sentido que le otorga E. Cassirer) se convierte en ese poder y ese deseo de formación por medio de los cuales los humanos intentan dar sentido a su existencia, a su ser en común, a su entorno. Es también de este modo que la cultura deja de ser por encima de todo una cuestión de reproducción, para convertirse en una cuestión de producción: se convierte a la vez en un espacio donde se liberan esperas de reconocimiento y un espacio de experimentación (véase, sobre todo, Charles Taylor, en: «Les sources du moi», - Las fuentes del yo-, Seuil 1998). Esta manera de ver las cosas nos permite evitar reducir la cultura y la identidad a su dimensión retrospectiva, y verlas como construcciones, como procesos permanentes hechos de préstamos, de mestizajes y de intercambios, gracias a un movimiento dialéctico entre un espacio de experiencia y un horizonte de espera del otro (véase R. Koselleck, in: «Le règne de la critique», - El reino de la crítica -, Minuit 1979).

Una última interpretación de la cultura nos hace comprender que con la modernidad el trabajo cultural se impone tal vez más por sus métodos que por sus objetos y que, por lo tanto, no se trata tanto de designar por «cultura» un determinado tipo de prácticas como de buscar la trascendencia ética o política de dichas prácticas (véanse las discusiones de los últimos foros de las redes culturales europeas, Ljubljana 2000 y Bruselas 2001);

· las políticas culturales y sus estructuras, por su parte, están sometidas a desestructuraciones/reestructuraciones permanentes: donde se privilegiaba la homogeneización, hoy se pone de relieve la diversidad cultural; donde prevalecía la lógica comunitaria, se habla de la necesidad de salvaguardar el espacio público. Donde todo se solucionaba entre poderes públicos, ahora se hacer intervenir el mercado, por una parte, y la sociedad civil y los mundos económico y social, por otra: en un mundo cultural cada vez más multipolar, se impone el concepto de «colaboración». Finalmente, donde predominaba lo nacional, la integración de la política cultural en lo transfronterero y lo nacional se convierte en un procedimiento común. Los conceptos que parecen ser predominantes hoy son los siguientes: descentralización, desestatización, desinstitucionalización, privatización.

Antaño, en el Estado benefactor y en las políticas culturales que se referían al mismo, se concebía la creación/creatividad como un instrumento «público» al servicio de un determinado número de valores sociales compartidos. Actualmente, dicha situación se echa a perder porque la subjetividad y la creatividad son comercializadas y privatizadas cada vez más, cuando no son utilizadas como identidades colectivas inamovibles. Por otra parte, las políticas culturales se han visto en la incapacidad de despejar, desde el punto de vista conceptual y operacional, las dimensiones culturales de las migraciones, de la exclusión social, del paro y de la mutación del trabajo, y de replantear la acción cultural en interacción dinámica con los derechos humanos y la democracia.

Por lo tanto, cabe plantearse si las políticas culturales, actualmente, más que gestionar directamente pesados equipamientos culturales y definir programas más o menos apremiantes, no deberían resituarse a partir de los valores y los derechos culturales y contentarse con definir estrategias generales, como «recipientes» de medidas posibles, siempre susceptibles de debate y de puesta en práctica por parte de los actores implicados. De este modo, la cultura pasaría a ser, a la vez, el lugar de todas las libertades más fuertes y de todas las pluralidades, y el factor de todos los vínculos y de todas las responsabilidades. Esto permitiría al Estado concentrarse más en su papel de garante (de la libertad de expresión y de la igualdad de todos los ciudadanos frente a la cultura), de árbitro y de mediador (especialmente en la «gestión» de la multiculturalidad), de «arquitecto» del espacio público y de promotor de una seguridad y una fiabilidad culturales. Seguridad cultural, en el sentido de protección de identidades abiertas, interactivas, creadoras. Fiabilidad cultural, en el sentido de desarrollo y explotación de esta seguridad como un bien común que vincule entre ellas a las personas contemporáneas, solidariamente con las de otras generaciones pasadas y futuras. ¿No es este el verdadero principio de la paz?

· finalmente, las organizaciones internacionales deberían integrar mejor, en sus procesos de toma de decisiones y en su programación, a las autoridades territoriales, por una parte, y a las asociaciones, ONGs y redes culturales, de otra.

Podrían garantizar, especialmente, el ejercicio de la ciudadanía en el seno de espacios públicos organizados democráticamente, como una conexión de sistemas de observación, de discusión, de «conservatorio de valores», de decisión y de «supervisión». Más que pretender dar «consignas» y querer gestionar la riqueza de las culturas europeas, deberían concentrarse en la promoción de las sinergias entre actores culturales, públicos, civiles y privados, en la organización de la cooperación cultural entre culturas y disciplinas distintas, en el fortalecimiento de las estructuras de debate público y en la «capacitación» de los actores culturales, especialmente los más débiles y frágiles.

Todas estas cuestiones nos incitan a abordar las políticas culturales no sólo ya bajo el punto de vista del«¿cómo?», sino también del «¿por qué?».

¿Qué conclusiones, provisionales, podemos extraer de estas lecturas diacrónicas de los conceptos de cultura?

la cultura y el patrimonio cultural se han convertido en las apuestas de la sociedad: esto implica a la vez ventajas (se reconoce la dimensión cultural en otros ámbitos políticos y sociales) e inconvenientes (existe en todo momento un peligro de instrumentalización y de «sobrecarga» de la cultura). Esto plantea también el problema del «tiempo cultural»: comparado constantemente con la urgencia y el corto plazo del tiempo político y del tiempo económico, el tiempo cultural tiene dificultades para que se reconozca la necesidad de «labrar» en profundidad, y en consecuencia de «perder el tiempo» en algunas ocasiones, y de sobrepasar lo efímero y el corto plazo;

como se ha precisado hace poco tiempo aún, durante la Conferencia Europea de Ministros del Patrimonio Cultural (Portoroz/Eslovenia, 6 y 7 de abril, 2001), el patrimonio cultural continúa transformándose de una manera bastante radical: sus nuevas funciones ponen de manifiesto el «valor conflictivo» («Streitwert» según Gaby Dolff, en: «Prospective: Fonctions du patrimoine culturel dans une Europe en changement», - Prospectiva: Funciones del patrimonio cultural en una Europa cambiante -, Consejo de Europa 2001) del patrimonio, la necesidad de un «trabajo sobre la memoria» (para retomar la bella expresión de Paul Ricoeur), el «renacimiento» del concepto de «patrimonio» como conjunto de ideales y de principios de base de la cooperación cultural europea (¡fórmula ya presente en los Estatutos del Consejo de Europa en 1949!), el papel del patrimonio en la economía en red y en la sociedad de la información. Se trata, por lo tanto, en este punto, de reinventar el patrimonio dentro de la perspectiva de las generaciones futuras: sólo podrá transmitirse el patrimonio (como herencia dada y sentido a construir) si se le da un significado y se reconstruye. De este modo, el patrimonio vuelve a ser, plenamente, el horizonte de la travesía, el campo de la transformación, dimensión de la trascendencia y espacio de diálogo: el patrimonio es lo que transita por nosotros y lo que, al atravesarnos, nos transforma, llevándonos más allá de nosotros mismos, para reencontrarnos con el Otro, y por lo tanto con el Yo;

en estos últimos años, la cultura ha sido objeto de conmemoraciones, de celebraciones, de fiestas, de jornadas europeas. No hay nada de enigmático en este «uso» político de la cultura y de las artes, si aceptamos presuponer que la sensibilidad (el gusto, el compartir sensible momentáneo, los afectos en común) favorece fácilmente los contactos entre las persones y de este modo puede ponerse al servicio de una política de interacción. ¿Pero no nos arriesgamos a preservar únicamente la cohesión social sin preocuparnos de dar a los ciudadanos los medios para realizar aspiraciones inéditas y, por tanto, su historia? Como pregunta Christian Ruby (en: «l'État esthéthique», - El Estado estético -, Castells-Labor 2000), ¿no nos arriesgamos a disolver las veleidades de movilización de los ciudadanos, centrando su atención en las modas, las ceremonias y los espectáculos en el transcurso de los cuales sólo se trata de «sentir algo muy fuerte»? ¿No existe el riesgo de que nuestros hombres políticos dejen de lado estas instituciones y estos proyectos culturales que pretenden cambiar la sociedad en beneficio de una cultura populista que se orienta hacia el «interés humano» de la gran masa y que no hace otra cosa que reproducir los «estilos de vida» dominantes?

se han extendido de tal modo la cultura y el patrimonio, como conceptos, que existe el peligro de que se disuelvan y pierdan especificidad. En este contexto, me impresiona que en estos últimos años el sector cultural haya producido pocos conceptos nuevos, y en cambio más bien haya culturalizado conceptos que ya hayan demostrado su valor en otros lugares: desarrollo duradero, cohesión cultural, ciudadanía, red, ecología cultural;

la cultura ha dejado de ser únicamente un ámbito de la acción pública, uno más de los sectores de actividades: actualmente es una dimensión reconocida de la política pública. En cambio, uno tiene la impresión de que las nuevas funciones que el Estado y los poderes públicos deberían asumir respecto a la cultura y al patrimonio cultural continúan desdibujadas, que el Estado no es en absoluto innovador en materia de desarrollo cultural (a menudo, las innovaciones culturales tienen lugar al margen de las políticas culturales oficiales y de las instituciones culturales reconocidas y sostenidas) y que a las políticas culturales, frente a prácticas culturales nuevas, les resulta difícil adaptar sus estructuras. En el fondo, se puede tener la impresión de que el concepto cultural de los años 80 intentaba dar sentido a las evoluciones de la sociedad, en un marco a la vez político y nacional, mientras que hoy, la cultura «estalla», se liberaliza, haciendo desaparecer las fronteras entre el interior y el exterior, entre lo político y lo social, en un marco en el que parece imponerse la primacía de lo económico. En este sentido, abogo por una nueva «cultura de lo político» y por una clarificación del rol del Estado, que debe permanecer esencial y central en el desarrollo cultural;

la «diplomacia cultural» experimenta algunas dificultades en encontrar sus signos: «3er pilar», bilateral frente a multilateral, diligencia interestatal o intercultural. En una conferencia que se celebró en Cracovia en el mes de junio de 1999 («Beyond Cultural Diplomacy - International Cultural Cooperation Policies: Whose Business is it anyway?», - Más allá de la Diplomacia Cultural - Políticas de Cooperación Cultural Internacional: ¿De quién es responsabilidad, de todas formas? -), CIRCLE (red que reagrupa institutos de investigación e investigadores en materia de desarrollo cultural) hablaba de 4 «tendencias des»: desestatización, desinstitucionalización, desdiplomatización, desnacionalización. Esto es cierto, aunque puede decirse también que, frente a las «deconstrucciones / reconstrucciones», los estados y las instituciones suelen reaccionar de manera bastante friolera y defensiva.

Lo que me parece cierto, en todo caso, es que nos estamos orientando, cada vez más, hacia procesos de cooperación a largo plazo, interculturales e intercomunitarios, así como hacia colaboraciones negociadas entre el Estado y la sociedad civil;

4. Los nuevos desafíos para la cooperación cultural europea

1. El contexto de las relaciones culturales multilaterales

Decir que las relaciones culturales multilaterales, sin caer siquiera en la multiplicación de los «neo-» y los «post-», experimentan profundos cambios, es decir poco. Dichos cambios se deben, especialmente, a que el juego de poder y el ejercicio de la autoridad ya no se definen exclusivamente en el interior de fronteras nacionales y a que la división tradicional entre estados y actores no estatales no parece tener ser ya muy pertinente.

Una de las causas esenciales de este fenómeno es la mundialización/globalización, que se ha convertido en una realidad, al menos en la mayoría de los países europeos. Dicha mundialización a menudo comporta una asimetría y una falta de reciprocidad en una interdependencia generalizada, una emergencia de nuevos poderes y de crispaciones identitarias; nos obliga a replantearnos el lugar de los territorios y el concepto de soberanía nacional y a imaginar una reconfiguración del papel de los estados, así como un nuevo formateo de las organizaciones y de las instituciones europeas e internacionales.

Las funciones del Estado han dejado de ser únicamente encarnar una comunidad, sino también servir a una comunidad humana mundializada e interdependiente. La difusión de los retos éticos por parte de las redes humanitarias o ecológicas más o menos relegadas por los movimientos sociales está allí para recordarlo. Como precisan Bertrand Badie o Pierre Hassner (en: «Les nouvelles relations internationales: pratiques et théories», - Las nuevas relaciones internacionales: prácticas y teorías -, Presses de Sciences Po 1998), la teoría de las relaciones internacionales se une a la del contrato social; tiene una dimensión normativa y no podría prescindir ni de la ciencia política ni de la filosofía política.

Más que la coexistencia de dos sistemas, uno centrado en el Estado y otro multicentrado, descrita por James N. Rosenau (in: «Along de Domestic-Foreign Frontier: Exploring Governance in a Turbulent World», - A lo largo de la Frontera Interior-Exterior. Explorando el buen gobierno en un mundo turbulento -, Cambridge University Press 1997), lo que hay que gestionar es la interpenetración de los dos sistemas, hecha de competencia y complicidad. La empresa, para la que los aparatos del Estado y de las organizaciones no gubernamentales claramente no están preparados, resulta bastante más difícil, ya que la relativización del principio territorial ha multiplicado los espacios en los que pueden expresarse las aspiraciones y las elecciones políticas. Por un lado, la multiplicación de los espacios creados por la mundialización (especialmente espacios de comunicación) tiene como efecto debilitar la relación del ciudadano con el Estado; por otro, las reivindicaciones nacionalistas favorecen la consolidación de espacios políticos inscritos en una realidad territorial, que debe reinventarse la mayor parte del tiempo.

Las construcciones regionales (la Unión Europa, evidentemente, pero también las regiones del Danubio y de los Cárpatos, del Mar Negro, del Mar Báltico, de la Iniciativa Centroeuropea, etc.) parecen una respuesta a esta necesidad que se experimenta de nuevos espacios políticos a los que conducir políticas sectoriales que traspasan las fronteras en beneficio de sociedades cada vez más interdependientes, y hacia los cuales las fuerzas sociales podrían dirigir expectativas que el Estado-nación no está en situación de satisfacer. Aquí se crean espacios de «buen gobierno» y de «red de acción pública» con una multiplicidad de actores, públicos y privados, que participan en la formulación y en la puesta en marcha de políticas públicas. Podrían prefigurar el modo de colaboración ideal entre estados, poderes públicos regionales y locales, redes, profesiones y otros actores de la sociedad civil.

Las nuevas visiones del mundo se caracterizan por el sentimiento de una formidable compresión del espacio y del tiempo y la emergencia de una organización espacial pluridimensional (según la expresión de Karoline Postel-Vinay, en: «La transformation spatiale des relations internationales», - La transformación espacial de las relaciones internacionales -, publicada en la obra colectiva: «Les nouvelles relations internationales», - Las nuevas relaciones internacionales -, Presses des Sciences Po 1998) que nos impulsa a pensar más allá de la territorialidad, como nos invitan a hacer los «nuevos geógrafos» franceses, que consideran que es la observación de las interacciones la que define el área de la actividad humana, y que ya no es el lugar dado el que define la sociedad. Son sin duda las redes transnacionales las que «encarnan» mejor este más allá de la territorialidad y esta nueva dimensión de un «tiempo mundial»: permanentemente situados en el punto de encuentro de las dinámicas transnacionales y de las lógicas locales, se benefician de un margen de maniobra que les permite irrigar simultáneamente diversos sectores de la vida política, económica y cultural. Practicando, uno tras otro o simultáneamente, el contorneamiento del Estado o la participación, introducen formas de expresión intermediarias entre la conformidad y la desviación, entre el orden y el desorden.

Los nuevos desafíos de la cultura

Me gustaría centrarme, en este punto, en los desafíos más directamente vinculados a la cooperación cultural multilateral, y me gustaría formularlos en forma de tesis:

· la cultura es intercultural. La multiculturalidad de nuestras sociedades es hoy un hecho reconocido. El tema de la diversidad cultural se convierte en una estrategia central, tanto para hacer que se reconozca la especificidad cultural en las negociaciones comerciales internacionales, como para que se reconozca la identidad cultural o religiosa del otro, como persona y como comunidad, y - y no hay que olvidar esta dimensión de la diversidad cultural - para ayudar a las culturas emergentes a desarrollarse. Si insisto en esta perspectiva intercultural, es porque me parece la más pertinente y apropiada, tanto en el ámbito de los hechos (la dialéctica, la interacción y la dinámica interculturales me parecen más adecuadas que la yuxtaposición, para dar cuenta de la realidad), como en el ámbito de proyecto (político, cultural y educativo), el cual, en palabras de Micheline Rey, nos hace pasar de una lógica mono(cultural) a una lógica inter(cultural), lo que implica no sólo el reconocimiento de la diversidad, el diálogo y la interacción entre personas y comunidades, sino también el cuestionamiento en la reciprocidad y la dinámica de cambios, reales y potenciales.

Alain Touraine describió muy bien esta perspectiva cuando en «Qu'est-ce que la démocratie?», - ¿Qué es la democracia? -, afirma que no hay que hacer hincapié en la distancia entre las culturas, sino en la capacidad de los individuos de construir un proyecto de vida. Él considera que habría que hablar menos de confluencia entre culturas, y más de historias de individuos que pasan de una situación a otra y que reciben de diversas sociedades y culturas los elementos que conformarán su personalidad.

En conclusión, más que hablar de «cultura» en singular, hablemos de culturas en plural. Como las identidades, las culturas serán por tanto plurales, en desarrollo permanente, en interacción constante. Y es que es en la confrontación y el diálogo con el Otro que llegaremos a conocernos y a ser conscientes de nuestras identidades y nuestras culturas. Claude Lévi-Strauss ya había hecho hincapié en ello: el descubrimiento de la alteridad tiene que ver con una relación, no con una barrera. Sobre esta cuestión, nuestros amigos canadienses han inventado el concepto «entrelugares de la cultura»: la cultura se construye con relación al otro, en la confrontación de lo idéntico y la alteridad, del aquí y el allá, del presente y del pasado. Más que un lugar de comunicación entre el yo y el otro, los espacios de contacto son campos interactivos donde estas entidades toman conciencia de ellas mismas y producen su identidad;

· la cultura es un vínculo social, como unidad fundadora de la persona y de la sociedad. En consecuencia, el reto aquí no es tanto luchar para reconstituir el tejido social rasgado, sino inventar un proyecto político, tanto para la sociedad como para la cultura. El vínculo que se trata aquí es el que existe entre el Sujeto y un imaginario social cuya cultura aparece como un elemento esencial. Este proyecto es fronterizo, en el sentido que recompone la figura de uno mismo y del otro, de lo parecido y de lo distinto; en consecuencia, los elementos que componen lo imaginario y lo simbólico. Este proyecto es también nuevo, puesto que no se trata de «pegar parches socioculturales», sino de reconstituir lo que, en el corazón mismo de la cultura, crea un vínculo;

· la cultura es comunicación. Según Edward T. Hall, la comunicación es el núcleo central de la cultura y, de hecho, de la vida misma. Es evidente que las tecnologías de la información y de la comunicación han cambiado radicalmente nuestra relación con el espacio y el tiempo. Creo, por lo tanto, que pueden convertirse hoy en proyectos culturales, en el sentido que pueden constituir palancas importantes de deconstrucción/reconstrucción de las economías (y especialmente la del saber y la del conocimiento) y del ciberespacio, donde pueden favorecer la creación de «un universo sin totalidad» (Pierre Lévy, en: «Cyberculture», - Cibercultura -, Odile Jacob/Consejo de Europa 1997). Me parece evidente que la economía de lo virtual empieza a formar subrepticiamente una nueva sociedad mundial, una nueva cultura y una nueva democracia, acelerando la desmaterialización de los flujos, aumentando los cortocircuitos informacionales, reestructurando el mercado del tratamiento de la información, generalizando la «desintermediación» entre productores y consumidores de bienes y servicios. Como destaca Jeremy Rifkin, en su último libro («L'Age de l'Accès», - La edad del acceso -, La Découverte/Syros 2000), la gran cuestión política que plantean la nueva economía mundial de las redes y su tendencia a promover la transformación de la experiencia cultural en objeto de consumición mercantil es la de la preservación y el desarrollo duradero de una diversidad cultural que es la sangre misma de la civilización. A fin de cuentas, lo que determina la lógica de acceso es la naturaleza y el grado de nuestra participación en el mundo. No se trata solamente de saber quién tiene acceso a qué, sino qué tipos de experiencias y de campos de actividad merecen que se desee tener acceso a ellos. La respuesta a esta pregunta determinará la naturaleza de la sociedad que queremos construir para nosotros y para nuestros descendientes. La otra cuestión, que es por lo menos igual de importante, es la siguiente: ante un proyecto que se reduce cada vez más a una tecnoutopía y a un determinismo tecnomercantilista, ¿pueden oponerse proyectos sociales, proyectos culturales y otras formas de apropiación de estas tecnologías que penetran en la sociedad?

A mi parecer, estos tres desafíos parecen conllevar otros tres:

cultura y espacio público: frente a las tendencias de mercantilización y de privatización de la vida cultural, parece que la creación de un espacio público pasa a ser crucial. Jürgen Habermas considera que hay que reformular los principios mismos de la democracia a la luz de los cambios producidos en la sociedad, para garantizar una «política deliberativa» en un «espacio comunicacional». Lo que necesita la democracia europea, según él, es sobre todo una base social en la sociedad civil, un espacio público para fundar una cultura política común. Esto nos obliga también a replantearnos la cuestión de la democracia cultural, no ya sólo en términos de los contenidos (como sucedió en los años 70), sino en términos de procedimientos (véase Jean-Louis Genard, en «Les pouvoirs de la culture», - Los poderes de la cultura -, Ediciones Labor 2001): pensar en el acceso a la cultura no ya simplemente a partir de libertades subjetivas (libertad de creación, de expresión, ...) o de derechos de creencias (derecho a la educación, al ocio, al acceso a los bienes culturales, ...) que evidentemente siguen siendo fundamentales, sino a partir de derechos de participación, de lo que podría llamarse la libertad comunicacional, es decir, la posibilidad de acceder a un espacio público y a una libertad de palabra.
De este modo, el espacio público se convierte en un espacio de intermediación de saberes y funciones: permite la crítica mutua de los roles, individuos e instituciones, y permite comunicar los saberes complementarios; su función es la de llevar a cabo, mediante el debate permanente, la clarificación y el control de las funciones y de los objetivos;

cultura y ciudadanía: si la reflexión sobre la ciudadanía ha vuelto al primer plano en estos últimos años, es porque no disponemos manifiestamente de una mejor idea para hacer que vivan juntos los hombres, que por definición son diversos y desiguales, y respetar a un tiempo su dignidad, que es el valor fundador de la sociedad democrática. Así mismo, el fomento de una ciudadanía democrática no debe articularse únicamente en términos políticos (participación y democracia) y jurídicos (derechos y responsabilidades), sino también en términos culturales (valores, identidades, sentimientos de pertenencia, responsabilización/capacitación). Actualmente, la ciudadanía aparece menos vinculada que antiguamente a un territorio particular y parece designar un estatuto y un papel, lo que permite a los individuos crearse simultáneamente diversas identidades: de aquí viene el concepto de «ciudadanía diferenciada» de W. Kymlicka (en: «Multicultural Citizenship: A liberal Theory of Minority Rights», - Ciudadanía multicultural: una teoría liberal de los derechos de las minorías -, Oxford University Press 1995);

ética de la cooperación cultural: es la recreación permanente de los vínculos entre libertades culturales e instituciones. Actualmente, la cooperación cultural se entiende cada vez más, no ya como una agradable complementariedad entre los distintos actores, públicos y privados, sino en un sentido dialéctico, lo que implica que los actores se modifican mútuamente a medida que crean un vínculo común. Esto nos obliga a redefinir el concepto de «democracia cultural», a retomar la cuestión de los «derechos culturales» y a revisar las políticas culturales en función de estos derechos culturales: una política sólo es democrática si se apoya en una responsabilización/capacitación sistemática de sus actores. Por otra parte, esto implica que los actores culturales no son únicamente los «defensores» de la diversidad cultural (que no constituye un valor por sí misma), sino que se convierten en creadores de diversidad, al realizar la riqueza cultural (que sí constituye un valor).

Estos tres últimos desafíos están englobados, de algún modo, por la exigencia, bastante reciente de un buen gobierno cultural. El buen gobierno es un sistema de regulaciones que busca interacciones. La relación gobernantes-gobernados ha sido sustituida por la interacción de actores individuales e institucionales que comparten la responsabilidad del bien común, y cuyo juego democrático (en el espacio público) es garantizado por las autoridades públicas, bajo control de todos los actores. Por lo tanto, se trata de inventar nuevas regulaciones, no ya centradas, sino sistémicas y de pasar de una práctica de redes a una regulación de sistemas, exigiendo la participación de todos los actores culturales, no sólo en la puesta en marcha de políticas culturales, sino también en la definición de sus objetivos y de sus escalas.

El reto de dicho buen gobierno cultural es doble: es ético, en el sentido que pretende establecer los vínculos con el saber, especialmente por los derechos culturales, y volver a situar la autonomía del individuo, así como la de los actores sociales, en el centro. Es metodológico, ya que busca la inclusión mutua de la cultura como política sectorial y de una cultura de conjunto del campo político.

Concretamente, en el ámbito de las políticas culturales, tal buen gobierno cultural podría cambiar lo establecido de una manera bastante radical y permitir posturas de innovación artística y cultural como las siguientes:

saber asumir situaciones complejas y explorar situaciones contradictorias;

practicar, retomando la expresión de Pierre Bongiovanni, no sólo la interdisciplinariedad, sino sobre todo «la indisciplinariedad», es decir, la valorización de la parte que posee cada uno de nosotros para el juego, el humor, el descarte, la impertinencia. Hoy en día, no se trata sólo de mobilizar las certezas y los saberes, sino de olvidar lo aprendido para dejar espacio a las nuevas visiones, para poder volver a disponer el orden de las evidencias etiquetadas y los saberes constituidos;

explorar la extensión de las posibilidades, privilegiando más las preguntas que las respuestas. La experimentación cultural debe recobrar todo su valor;

volver a aprender a vivir el conflicto, no como un debate, con ganadores y perdedores, sino como una dinámica creativa, una confrontación abierta que desemboque en arbitrajes donde prevalgan la inteligencia y el interés general.

5. Las respuestas institucionales

A pesar del interés creciente que puedan suscitar las cooperaciones culturales regionales (como por ejemplo los países del Mar Báltico, la Iniciativa Centroeuropea, los países del Danubio y de los Cárpatos, etc.), me gustaría limitarme aquí al Consejo de Europa y a la Unión Europea y ver su acción, por medio de los textos de base, por una parte, y sus estrategias y programas, por otra.

5.1. Los textos de base

A mi parecer, la cooperación cultural internacional está marcada por distintos textos fundamentales que, por su fuerza visionaria, han determinado en gran medida las políticas públicas en la materia:

· el primero de estos textos sigue siendo la Declaración de los principios de la cooperación internacional (UNESCO, noviembre de 1966) que, en su Artículo 1º , «funda» toda política de cooperación cultural:

« Toda cultura tiene una dignidad y un valor que deben respetarse y salvaguardarse.

Todos los pueblos tienen el derecho y el deber de desarrollar su cultura.

En su variedad fecunda, su diversidad y la influencia recíproca que ejercen las unas sobre las otras, todas las culturas forman parte del patrimonio común de la humanidad.»

· el segundo texto es la Declaración de Arc-et-Senans (abril de 1972), que se titula: «Prospective du Développement Culturel», - Prospectiva del desarrollo cultural -. Contrariamente a los demás textos, negociados entre los estados, esta declaración es obra de intelectuales (como René Berger, Henri Janne, Michel de Certeau, Augustin Girard, Abraham Moles, Edgar Morin, Georg Picht y Alvin Toffler). Sin duda, ello explica su pertinencia y su fuerza. En dicha declaración, pueden leerse orientaciones y conclusiones como las siguientes:

« acelerar el cambio del sistema escolar en un sistema de educación permanente;

promover un sistema diferenciado de «talleres culturales» y de «laboratorios sociales» o de cualquier otro equipamiento que permita el aprendizaje y el uso de nuevas tecnologías que se presten a intercambios interpersonales;

fundar la formación en el autoaprendizaje y el desarrollo del espíritu crítico por la transformación de las estructuras esterilizantes...;

sustituir la pasividad del consumo por la creatividad del individuo;

no limitarse a la democratización de la cultura de herencia o de elite y promover una diversidad de expresiones culturales fundada en un pluralismo social;

pasar de un sistema de cultura que sólo pretende reproducir el estado de hecho actual para orientarse hacia la protección de grupos y personas cuyas facultades creativas constituyen el mejor medio para hacer frente a situaciones provocadas por el choque del futuro.»

Hay que recordar que se trata de un texto de 1972.

· el tercer texto es la Declaración de Méjico sobre políticas culturales (agosto de 1982), que ya he mencionado. Me gustaría añadir una citación extraída del subcapítulo sobre la cooperación cultural internacional, que dice lo siguiente:

«La cooperación cultural internacional debe fundamentarse en el respeto a la identidad cultural, la dignidad y el valor de cada cultura, la independencia, la soberanía nacional y la no intervención. En consecuencia, las relaciones de cooperación entre las naciones deben evitar cualquier forma de subordinación o de sustitución de una cultura a otra. Además, resulta indispensable reequilibrar los intercambios y la cooperación culturales para que las culturas menos conocidas, especialmente las de algunos países en desarrollo, sean objeto de una mayor difusión en todos los países.»

· el 4º texto es el Documento final del Coloquio de Cracovia sobre el patrimonio cultural (OSCE, junio de 1991). Es el único texto «fuerte» de después de 1989. En el preámbulo, remarca lo siguiente:

«Los estados participantes expresan su profunda convicción de que comparten valores comunes forjados por la historia y basados, entre otros, en el respeto de la persona, la libertad de conciencia, de religión o de convicción, la libertad de expresión, el reconocimiento de la importancia de los valores espirituales y culturales, el apego al reino del derecho, a la tolerancia y a la abertura al diálogo con las demás culturas.»

· el 5º texto podría haber sido la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (Niza, diciembre 2001). Desgraciadamente, quedó en nada. A pesar del cabildeo intenso de las ONGs y de las redes culturales (y especialmente de la EFAH), sólo hay tres pequeñas referencias a la cultura (art. 13, 22 y 25) en este texto, que podría convertirse en la base de una futura constitución europea.

A estos textos fundamentales cabe añadir, evidentemente, los textos «constitucionales», a saber, por la Unión Europea, el artículo 151 del Tratado de Amsterdam (1997) y, por el Consejo de Europa, la Convención Cultural Europea (1954).

Aunque estos dos textos sin duda han permitido avances, no está claro que actualmente creen todavía una verdadera dinámica:

el texto del artículo 151, a pesar del interés del apartado 4 (que solicita la integración de la dimensión cultural en las distintas políticas de la Comunidad), sigue siento bastante restrictivo. Son sobre todo su funcionamiento (reglas de la unanimidad en el seno del Consejo y de codecisión con el Parlamento Europeo y el principio de subsidiariedad) y su financiación insuficiente los que le impiden convertirse en un elemento estructurador de la cooperación cultural europea;

la Convención Cultural Europea: aunque avanza pistas de acción (fomentar el estudio de las lenguas, de la historia y de la civilización de los demás, salvaguardar y promover los ideales y los principios que constituyen nuestro patrimonio común, adoptar una política de acción común) y aunque está autorizada, en virtud de su artículo 9.4., para acoger en su seno a estados incluso antes de su acceso al Consejo de Europa, hoy en día no permite en absoluto situar el Consejo de Europa con relación a retos como la diversidad cultural, la mundialización/globalización, las nuevas funciones de la cultura y del patrimonio cultural y natural, etc. Un protocolo adicional sería más que necesario.

Pero, sin duda, actualmente necesitaríamos, para relanzar la cooperación cultural europea frente a los nuevos desafíos, uno o más textos nuevos:

un texto de base que podría ser una carta cultural europea, que redefina, sobre la base de derechos culturales, la ética de la cooperación cultural y los principios de un buen gobierno cultural europeo;

una o varias «declinaciones» de dicho texto, por ejemplo, sobre la diversidad cultural, sobre cultura y conflicto...

5.2. Las estrategias y programas

· el Programa «Cultura 2000» (2000-2004) de la Unión Europea es el programa-marco que sigue a los tres programas precedentes: Caleidoscopio, Raphaël y Ariane. Su propósito es contribuir al «aprovechamiento de un espacio cultural común a los pueblos de Europa», favoreciendo «la cooperación entre las creaciones, los actores culturales, los promotores privados y públicos, las acciones de las redes culturales y otros colaboradores, así como las instituciones culturales de los estados miembros y de otros estados participantes».

Se trata de un marco de financiación, que sirve para sustentar:

acciones específicas, innovadoras y/o experimentales;

acciones integradas en el seno de acuerdos de cooperación culturales, estructurados y plurianuales;

acontecimientos culturales especiales que tengan una dimensión europea y/o internacional.

Si algunos consideran que este programa puede servir de laboratorio para una futura política cultural europea, otros le reprochan, además de sus medios financieros ampliamente insuficientes (167 millones de euros en 5 años), la falta de transparencia en la elección de los miembros del jurado y de la selección, la pesada y complicada burocracia (sobre todo para una pequeña asociación o para una red claramente informal) y el insuficiente espacio concedido a la creación viva, a la innovación y a la interdisciplinariedad. También constituye un problema la definición de la dimensión europea de los proyectos sostenidos: continúa determinándose esencialmente por el número de colaboradores; es decir, de una manera cuantitativa.

Por último, en lo que se refiere a tener en cuenta «aspectos culturales en la acción de la Comunidad Europea», aunque ciertos Fondos estructurales (y especialmente el Fondo social y el Fondo regional) se han tomado a pecho este compromiso, el primero (y hasta ahora el único) «Rapport sur la prise en compte des aspects culturels dans l'action de la Communauté européenne», - Informe sobre la consideración de los aspectos culturales en la acción de la Comunidad Europea -, (abril 1996) muestra que la lógica de funcionamiento de la Unión Europea sigue siendo esencialmente «no cultural»;

· respecto al Consejo de Europa, creo que podemos decir, sin exagerar, que ha marcado profundamente la cooperación cultural europea, como la conocemos hoy, por los conceptos que ha «vulgarizado» (como el desarrollo cultural y la democracia cultural, diversidad cultural e interculturalidad, ciudadanía cultural), por algunos de sus programas (como cultura y ciudades, cultura y regiones, cultura y barrios, evaluación de políticas culturales), por su abertura a redes culturales y a la sociedad civil, por su apoyo a formaciones de administradores culturales, pero sobre todo tal vez porque ha considerado la cooperación cultural no sólo como un medio, sino como un principio de base de una visión ética e intrínsecamente europea del diálogo entre los pueblos.

Si bien, actualmente, las funciones «tradicionales» del Consejo de Europa en materia de cooperación cultural siguen presentes (las de observatorio y de foro, de laboratorio de ideas nuevas, de conservatorio de valores, de agencia de cooperación «técnica»), sus funciones de prospectiva y de impulsor de nuevas ideas políticas y de mediador entre los distintos colaboradores en la cooperación europea parecen difuminarse, por una «marginalización» de la cultura en el seno de la organización y por un empobrecimiento inquietante, tanto presupuestario como personal, de este sector.

Es cierto que en el ámbito de los discursos oficiales, la cultura sigue siendo una «prioridad», incluso uno de los cuatro «pilares» de la organización. Sin embargo, en el ámbito de las verdaderas prioridades, es decir las que son presupuestarias, y tal como figuran en «las prioridades del Secretario General para el Consejo de Europa: 2001-2005», queda una pequeña frase para la cultura: «En materia de política y de acción culturales, es conveniente dar prioridad a las actividades que tienden a proteger la diversidad cultural y recurren a la cooperación cultural como medio para prevenir los conflictos».

Sin querer ser pesimista inútilmente, podemos decir, por lo tanto, que como la Unión Europea y el Consejo de Europa no disponen de textos a la altura de los retos actuales, no han sabido desarrollar ni las estrategias ni los programas que corresponden a lo que esperan los distintos actores de la cooperación cultural y a las necesidades de la construcción europea.

Actualmente, necesitaríamos lo siguiente:

un Foro para el espacio público europeo, que permita a los distintos actores, gubernamentales y no gubernamentales, puramente artísticos y culturales, pero también económicos y sociales, reencontrarse, intercambiar y construir proyectos en común. Dicho foro podría basar sus reflexiones en los trabajos de un futuro Instituto Europeo para las Políticas Culturales y en la red de observatorios que ya existen actualmente en varios países;

una interpretación dinámica del principio de «subsidiariedad» que lograría que lo esencial de la cooperación cultural europea fuera obra de la «sociedad civil»: asociaciones, organizaciones no gubernamentales, redes culturales;

un Fondo cultural, ricamente dotado (por ejemplo un 1% del presupuesto comunitario), que ayudaría a los distintos proyectos europeos, de manera no burocrática, flexible y rápida;

algunos grandes «talleres europeos», en lo que se refiere a la movilidad de los artistas y actores culturales, la formación de administradores y gestores culturales, la puesta en marcha de algunas estructuras ligeras y «biodegradables» para la mediación cultural, para la prevención y la gestión creativa de los conflictos, para la formación intercultural, para la enseñanza de la historia y de las lenguas;

de una célula política, vinculada directamente con el presidente de la Comisión Europea, encargada de velar por la puesta en marcha efectiva del apartado 4 del artículo 151 del Tratado de Amsterdam (sobre la toma en cuenta de la dimensión cultural en el conjunto de políticas comunitarias). Esta célula también coordinaría una mejor interacción entre los distintos «órganos» de la Unión Europea, en el ámbito cultural: Parlamento, Comité Económico y Social, Comité de las Regiones, Consejo de Ministros, etc.;

una «nueva alianza» entre las grandes organizaciones e instituciones internacionales (UNESCO, Consejo de Europa, UE, etc.), los estados europeos y la «sociedad civil» (organizaciones no gubernamentales, fundaciones, redes culturales, etc.), que permitirían «delegar» lo esencial de los programas y proyectos europeos al nivel más adaptado (local, regional, nacional, interregional, europeo) y también a las estructuras más pertinentes (públicas, privadas o civiles). De este modo se podrían contractualizar las misiones de «servicio público europeo» a ONGs, fundaciones o redes culturales, durante varios años;

una «refundación» de políticas culturales nacionales que, en lugar de centrarse en lo «nacional», deberían abrirse a la dimensión europea. ¿Realmente resulta tan difícil imaginarse las «Casas de Europa» y los institutos culturales «integrados» entre diversos países europeos?

Por encima de todo, lo que necesitaríamos sería tener, como padres fundadores de Europa, tras la Segunda Guerra Mundial, una ambición cultural, acompañada de la voluntad política y los medios presupuestarios y financieros para la puesta en marcha. De este modo, podríamos recrear una dinámica y relanzar la cooperación cultural como un conjunto de procesos que permiten asociar poderes públicos y sociedad civil y recrear la «plusvalía» tanto cultural como europea que tanto nos falta actualmente. De este modo, la cultura ya no sería considerada una actividad subsidiaria, como una «coartada» donde han fallado las otras políticas, sino como una fuerza motriz de una sociedad, factor de creatividad, de diálogo y de cohesión, como una fuerza creadora de ciudadanía, que permita garantizar la preservación de identidades y culturas distintas.

En palabras de Elie Wiesel: «la cultura no admite fronteras ni muros... Justamente las trasciende, como trasciende el espacio y el tiempo».

En toda Europa, los artistas y los actores culturales nos lo demuestran cada día, por medio de su creatividad, sus proyectos innovadores, su búsqueda y sus prácticas y métodos constantemente «en proceso». Corresponde a los «institucionales», a todos los niveles, mostrarse a la altura de este desafío e inventar las estructuras que permitan sostener y promover esta riqueza y estas potencialidades.


Nota:

Raymond Weber

Luxemburgo. Ex Director de Cultura y patrimonio cultural y natural del Consejo de Europa Consejero del “Centre Universitarire de Luxembourg” para la realización del “Institut Developpement , droits de l’homme et cultures”

 

Nuevas competencias en la formación de gestores culturales ante el reto de la internacionalización

Nuevas competencias en la formación de gestores culturales ante el reto de la internacionalización

Alfons Martinell

En los últimos años el sector cultural se encuentra en una constante dinámica de transformación, vivida a remolque de los cambios que sufren nuestras sociedades ante los efectos de la globalización y otros fenómenos sociales y culturales de gran trascendencia. En poco tiempo se han renovado e incorporado conceptos, desplomándose certezas y apareciendo nuevas incertidumbres en los horizontes de los agentes culturales iberoamericanos, los cuales han de operar en unas realidades sociales y económicas cada vez más difíciles e injustas y la adecuación a estos nuevos escenarios culturales.

La cultura siempre ha presentado dificultades de adaptarse con prontitud a los cambios sociales, tecnológicos y económicos, y responder ágilmente a las transformaciones sociales que conlleva. Como nos recuerda Lamo de Espinosa(2):

“” Creo que el ritmo de cambio social que genera la ciencia es tan rápido, que la cultura no puede asentarse, porque requiere un proceso de al menos tres generaciones. Si cultura son todas aquellas actitudes que aceptamos como evidentes, la ciencia no permite su asentamiento, porque innova muy deprisa y no permite generar consensos culturales acerca de ciertas conductas “”.

Es evidente que la cultura contemporánea necesita de unos tiempos para situarse ante los cambios que no coinciden con sus procesos tradicionales. Quizás no tan extensos como nos cita el autor pero en una mayor rapidez para adaptarse a las transformaciones actuales.

En otra perspectiva la realidad del sector cultural (3)actual, en su extensión, indefinición e impacto, no se encuentra estructurado e identificado como otros sectores de la vida social (economía, educación, sanidad, etc...). Una gran contradicción y diversidad es presente en las estudios del sector cultural donde se puede observar en el gran numero de realidades culturales donde conviven planteamientos comunitarios cercanos al filantropismo con dinámicas de mercado y producción industrial muy agresivas y contundentes. Pero una de sus grandes dificultades se encuentra en su propia identificación como sector, con una función simbólica y política muy determinada y un impacto en el desarrollo social y económico importante.

Y en tercer lugar, la perspectiva profesional de la cultura ha sufrido grandes debates entre su finalidad social y la necesaria eficacia de sus acciones. Aún existen posiciones críticas sobre si es necesario una profesionalización del encargo social para la gestión de la cultura, que también conviven con un mercado de trabajo ( oferta y demanda) de profesionales de acuerdo con las necesidades de las políticas y las organizaciones culturales.

Sin profundizar en estas perspectivas, en este artículo, nos vamos a centrar más en los temas de la formación de gestores y profesionales de la cultura en sus diferentes niveles y perfiles. Como decíamos en la introducción la formación de gestores y profesionales de la cultura también se encuentra en las mismas encrucijadas:

  • ¿Cómo dar respuesta a estos nuevos escenarios desde la formación de gestores culturales?
  • ¿Cuáles son las capacidades y habilidades de los gestores culturales ante los cambios en nuestras sociedades?
  • ¿Cómo pueden abordarse los retos de la globalización y el aumento de la perspectiva internacional en la gestión de proyectos culturales?

Si entendemos que el capital humano es un elemento fundamental del desarrollo social y cultural, su perfil y perspectiva ha de transformarse ante unos escenarios más mundializados, con muchas más posibilidades de movilidad y la presencia de tecnologías de la comunicación que aceleran la transferencia, la circulación de información y los contactos entre culturas.

Nos preguntamos si en este contexto, de movilidad e intercambio, los gestores culturales, y sus organizaciones formativas, se adaptan a estas nuevas realidades o solamente la industria cultural y las grandes corporaciones son capaces de situarse rápidamente en este nuevo escenario.

Por otro lado la pérdida de supremacía de los Estados nación y sus diplomacias en los intercambios culturales produce un gran número de conexiones transversales y horizontales, las cuales están dibujando un nuevo mapa de las relaciones culturales internacionales, donde las vías de cooperación se han democratizado con la presencia de la sociedad civil y el tercer sector.

Cada vez más agentes y organizaciones, no sólo una elite intelectual y global(4), percibe la importancia de su presencia internacional, con la voluntad de gestionar la presencia de su expresividad a nivel más amplio que el local. Estas nuevas prácticas superan las caducas formas de cooperación oficial, y ante la dificultad de encontrar recursos oficiales creen en la capacidad de gestión de su proyecto para actuar en los canales de lo internacional.

En este entorno las estructuras de las organizaciones culturales (tanto de la administración como de la sociedad civil y una parte del sector privado) no se han adaptado a estos nuevos paradigmas por la propia dificultad, como decíamos anteriormente, de la cultura de aceptar los cambios, y por un funcionamiento muy burocratizado, rígido y, sobre todo, “anacrónico”(5) para los tiempos actuales. Paradójicamente el sector cultural, que es muy intensivo en “personalidad” y muy supeditado al efecto humano se caracteriza por una falta de atención a los recursos personales, tanto su perspectiva capacitadora y profesionalizadora, como en la gran inestabilidad laboral sin la consolidación de verdaderos equipos humanos capaces de asumir los retos de la contemporaneidad.

A pesar de los grandes esfuerzos que se están realizando, desde diferentes niveles (ministerios, universidades, organizaciones internacionales, sociedad civil, etc...), hemos de evidenciar una cierta inadecuación entre las necesidades reales del sector y la disponibilidad de un capital humano capacitado en las habilidades para afrontar los cambios actuales.

La falta de capacitación especifica, en estas nuevas necesidades de la gestión de la cultura, tiene una gran consecuencia en la creación de capital humano al servicio del desarrollo cultural. Pero la inadecuación de perfiles y formaciones, ancladas en formas tradicionales de la gestión de la cultura, no contemplan, entre otros aspectos, la internacionalización de sus proyectos, el trabajo en red y la cooperación cultural. Este hecho provoca que las organizaciones culturales, básicamente por falta de capacitación de sus dirigentes, están perdiendo posibilidades y oportunidades evidenciando una incapacidad de adecuación a los nuevos contextos.

A pesar de esta lectura hemos afirmar que en los últimos años se han producido procesos muy significativos en este sentido, que pasan básicamente por la incorporación de estos temas en los espacios de cooperación, pero también por la acción de algunos organismos internacionales UNESCO, OEI; Consejo de Europa, CAB, AECI que de alguna manera han iniciado lo que podríamos denominar una línea de formación abierta al intercambio internacional en el sector cultural. También en algunas universidades con ofertas de formación internacional con alumnos de procedencia diversa que en el solo hecho de compartir y convivir en una formación ya establecen perspectivas diferentes. En estos espacios se van introduciendo los valores de la diversidad cultural, la solidaridad, la cooperación y el trabajo internacional.

A continuación pretendemos presentar unas reflexiones que proceden de nuestra experiencia como formadores en espacios internacionales, en la Fundación Interarts como agencia de fomento de la cooperación cultural internacional, participando en el programa de cultura de la OEI, y el trabajo académico desarrollado en la Cátedra Unesco. En estas intervenciones hemos observado la necesidad de nuevas perspectivas para el trabajo en el espacio cultural internacional más próximo. Todas ellas nos remiten a la necesidad del desarrollo de nuevas habilidades para los profesionales de la gestión de la cultura y observar algunos de los elementos que podemos incorporar en el futuro de la formación diseñando algún nuevo rol o perfil de los gestores en una sociedad en procesos de internacionalización.

Hemos dividido nuestra aportación en tres puntos:

  • En primer lugar una reflexión sobre los aspectos estructurales de las organizaciones culturales;
  • A continuación una reflexión sobre los perfiles profesionales de la gestión de la cultura;
  • Y en tercer lugar la presentación de algunas de las nuevas capacidades que han de incorporar los gestores culturales en su currículum.

Las organizaciones culturales ante la cooperación cultural internacional

Las organizaciones culturales, de la misma manera que otras estructuras, han de adaptarse a un entorno cada vez más global en la denominada sociedad de la información y los procesos de globalización, reclamando, como dice Castells, la dimensión de “empresa red” que ha de provocar cambios profundos en sus estructuras básicamente en la dimensión de su proyección exterior y su presencia en la escena de lo internacional. Esta variación reclama una nueva “mentalidad” y un nuevo método intelectual en los procesos de toma de decisiones que se desarrollará desde la precisión en sus metas y misión hasta una concepción de sus recursos humanos como el capital fundamental de las nuevas organizaciones.

Entendemos que en la actualidad definir una política internacional, en cualquier organización cultural, se convierte en una exigencia básica, la cual se ha de reflejar en su estructura para pasar de una simple anécdota a una opción fundamental para situar su misión en lo global. La organización ha de dedicar recursos y medios a su ubicación en un amplio mundo cultural global, estableciendo unas metodologías de trabajo interno, en red, cooperación, etc.. y superar situaciones de aislamiento o de funcionamiento endógeno que ha caracterizado muchas instituciones culturales. La nueva organización cultural requerirá un planteamiento de estructuración en red, donde esta forma de trabajar se incorpore desde las funciones básicas hasta la presencia y pertenencia a redes más amplias, superando ciertos individualismos y aislamientos que estamos acostumbrados a observar en la acción cultural. En este sentido consideramos conveniente una reflexión sobre las nuevas formas organizativas de los proyectos culturales ante la necesidad de una mayor reticulación, y en la perspectiva de un campo de acción más amplio de lo local que requerirá la gestión compartida con otras organizaciones contrapartes de diferentes realidades culturales. Unas nuevas organizaciones culturales para unos nuevos tiempos, una nueva forma de gestión y dirección ante el reto del proyecto internacional o de cooperación. Estas nuevas necesidades se pueden precisar de diferentes formas pero pueden concretarse en:

  • creación de departamentos especializados,
  • asumir la gestión por proyectos como herramienta fundamental,
  • el trabajo de equipos multiculturales adaptables al trabajo en situaciones muy diferentes
  • grado de movilidad de las estructuras que permitan un equilibrio entre el desarrollo de los objetivos de proximidad y la presencia en los ámbitos de acción más internacional
  • una nueva mentalidad en la dirección y la toma de decisiones
  • trabajo en equipo
  • invertir de formación del capital humano como factor de desarrollo
  • etc....

Nuevos perfiles profesionales para la gestión cultural

Es evidente que estos nuevos campos de acción reclaman una redefinición de los perfiles clásicos en la estructura de personal de las organizaciones culturales.

Por un lado se pueden definir ciertas especialidades que estén preparadas específicamente para encargarse de departamentos de relaciones y cooperación cultural internacional, disponiendo de unos perfiles adecuados a estas funciones que requerirán un sistema de trabajo diferente y unas competencias especificas.

Otra línea de acción puede orientarse a disponer de unos recursos humanos capaces de asumir en sus responsabilidades la dimensión internacional en la gestión de todos sus proyectos. Esta opción reclama una política más decidida en la definición de los perfiles de los lugares de trabajo, en la gestión de los recursos humanos y unos procesos de capacitación permanente que permitan actuar de forma más integrada en lo departamental.

En esta perspectiva no podemos olvidar incorporar las nuevas formas de trabajo que esta dimensión reclama. El trabajo internacional requiere en primer lugar una capacidad de proyecto como herramienta fundamental de la cooperación. Pero también capacidad de movilidad, el trabajo en equipos multiculturales, la gestión en colaboración con contrapartes con otras formas de trabajar, la adecuación a formas de gestión y administración compartidas, el dominio de diferentes lenguas y una capacidad de relación y empatía importantes.

Las organizaciones culturales, abiertas a la cooperación y la dimensión internacional, han de admitir el gran valor que tiene su capital humano para la eficacia de su acción, lo que requiere una prioridad en sus objetivos si desea desarrollar estas estrategias y convertirse en una organización avanzada en la visión del trabajo en red

Nuevas competencias habilidades para la gestión cultural

De acuerdo con las anteriores consideraciones no podemos quedarnos solamente en el pronunciamiento y es necesario una acción decidida para dar respuesta a estos cambios. Entre otros, la capacitación de los recursos humanos para la cultura ha de convertirse en un eje imprescindible para la introducción de estos nuevos planteamientos, como una adecuación profunda de sus contenidos a un contexto cultural cambiante.

La poca tradición y consolidación de las formaciones en gestión cultural no favorecen estos procesos, pero la poca institucionalización académica de la misma puede convertirse en un elemento favorable para esta renovación urgente de sus programas, objetivos y contenidos que el sector reclama.

Esta reflexión puede circunscribirse a una simple incorporación de alguna materia en los programas de formación de gestores culturales o proponer módulos especializados sobre el tema. Estas dos estrategias nos parecen ajustadas a una dimensión de la adecuación a estos nuevos contextos. Pero teniendo en cuenta la propia materia de la cultura, en sus múltiples áreas disciplinares y sus valores políticos y sociales, consideramos que es una buena ocasión para una reflexión más profunda del propio contenido de la formación. Nos referimos a las tendencias que se ha observado en diferentes estudios a una capacitación muy orientada a la respuesta a necesidades locales y próximas (políticas culturales del propio país o región) y, sobre todo una preparación a la resolución de problemas muy instrumentales con un gran contenido de técnicas para la gestión adaptadas al sector. Estos elementos constituyen la base de la mayoría de formaciones que se realizan en la actualidad, pero proponemos un avance de combinación con una reflexión más amplia que se vincule con las tendencias que se están incorporando en el mundo de la gestión genérica y a las nuevas lecturas de los procesos culturales en un mundo globalizado. A pesar de su complejidad consideramos estos escenarios como una invitación al trabajo intelectual profundo y un replanteamiento crítico de más envergadura que la simple adecuación curricular. Los responsables de la formación en gestión cultural tenemos la oportunidad de un proceso de reflexión que puede situar nuestros programas en las dinámicas actuales en que se mueve la cultura. De esta forma, como ya decíamos al principio, el sector puede reducir sus propias desventajas por falta de adecuación a la contemporaneidad de las formas de gestión de la cultura.

A continuación presentamos algunos de los campos conceptuales que pueden ser motivo de debate e incorporación a la capacitación de los operadores culturales. Hemos dividido nuestra aportación en tres grandes ejes:

1. Habilidades y competencias generales de los gestores culturales

Dentro de las diferentes capacidades que se pueden incorporar en una currícula de formación de gestores culturales, consideramos imprescindible profundizar las siguientes perspectivas que se inscriben en el objetivo de este artículo.

El gestor cultural requiere un nivel de comprensión de los procesos culturales y tendencias que se desarrollan en el mundo de la cultura y el arte y los nuevos enfoques de los estudios culturales en el ámbito internacional. Los efectos de la globalización y las concentraciones urbanas, migraciones provocan un fraccionamiento de nuestras sociedades que tiene repercusiones en el mundo de la cultura. Estos conocimientos han de encontrar un equilibrio entre las realidades de los contextos próximos (local, regional, nacional, etc..) con una visión amplia de los procesos mundializados que influyen directa o indirectamente en los diferentes ámbitos de la gestión cultural.

La evolución de los hechos reclama una capacidad de prospectiva y anticipación a los escenarios cambiantes de nuestra sociedad, concretamente en los procesos culturales y adaptación a los nuevos contextos de mundialización a partir del conocimiento de nuevos lenguajes y nuevas formas expresivas. Éstos representan las innovaciones y vanguardias de nuestra expresividad que se transfiere de forma mucho más rápida y constante gracias a los efectos de las nuevas tecnologías de la comunicación

Las habilidades básicas en el diseño y elaboración de un proyecto, en todos sus elementos, fases y proyecciones, adquieren más importancia cuando éstos se pueden desarrollar desde la dimensión del servicio público como de sectores empresariales y privados. En esta función los gestores culturales han de disponer de recursos prácticos e intelectuales para la presentación de propuestas a diferentes niveles de la realidad social y política. A este fin es necesario disponer de una competencia de negociación entre agentes de diferentes iniciativas y la posibilidad de mediación en procesos de confluencia y cogestión. Actualmente la gestión por proyectos reclama trabajar en sistemas complejos de toma de decisiones y aplicación de modelos jurídicos muy variados y en sistemas mixtos de cooperación entre el sector público, privado y tercer sistema, como en la gestión de la participación de los órganos comunitarios. En este marco las funciones directivas y de liderazgo presentan nuevas complejidades entre al eficacia de la gestión y la capacidad de animar procesos grupales muy variados.

La propia realidad de la acción profesional de la gestión de la cultura reclama una competencia en objetivar su actividad y diferenciarla de otros sectores con los que la cultura está relacionada. Esta capacidad ha de visualizar la propia identificación de la acción profesional cuando intentamos considerar la gerencia cultural es sus especificidades. Habilidad que ha de acompañarse de capacidades para establecer puentes entre su propia lógica de actuación con la de otros sectores con las cuales, cada vez más, tendrán de mediar y cogestionar sin perder su propia misión. Nos referimos a sectores por ejemplo como: turismo, empleo, medio ambiente, cohesión social, educación, desarrollo local, economía, etc.

La gestión de la cultura exige una gran capacidad de situarse en un contexto social y político determinado, tanto desde la dimensión institucional, económica como legislativa. La propia complejidad del sector cultural va aumentando en la medida que se incorporan nuevas necesidades, situaciones y problemas. En este sentido el conocimiento legislativo y los marcos jurídicos de los diferentes ámbitos culturales (patrimonio, artes escénicas, edición, etc..) y las estructuras sociales de intervención (administración pública, privado o tercer sector) exigen un amplio conocimiento de los marcos jurídicos que inciden en la diversidad de opciones que pueden incorporarse en un proyecto cultural. Desde los aspectos de gerencia económica y fiscal a los derechos de autor, de la gestión de recursos humanos a la protección aseguradora, de las leyes de protección patrimonial al establecimiento de contratos comerciales, etc.

Y por último la dimensión de comunicación de la cultura obliga a un mayor tratamiento de las ciencias de la comunicación entre los saberes de la gestión cultural. Aunque las políticas y los medios de comunicación, muchas veces, están lejos de las competencias de los ministerios de cultura o de las organizaciones culturales clásicas, no podemos dejar de reclamar una mayor atención a estos aspectos. La gestión de la cultura ha de introducirse con más intensidad en el sector comunicativo (prensa, medios, etc...) intentado realizar su aporte y analizar los sistemas por los cuales exista una mayor articulación. Otra dimensión de la comunicación se ha de incorporar en los diferentes elementos para una mayor difusión y visibilidad de los proyectos culturales, intentando una presencia más activa y contemporánea a los sistemas de comunicación cultural. En este campo la cultura ha de introducirse con más energía y habilidad en los nuevos medios nacidos de las tecnologías de la comunicación superando las dificultades y resistencias que la novedad siempre ha provocado en el sector cultural.

2. Competencias fundamentales para la cooperación e internacionalización de los proyectos de gestión cultural

La formación de gestores culturales, ante la perspectiva de su dimensión internacional, ha de incorporar nuevos contenidos para una adecuación a las necesidades que anteriormente hemos expresado.

En primer lugar no podemos olvidar la capacidad de comprensión y expresión lingüística a diferentes niveles de acuerdo con las regiones geopolíticas de referencia. Se constata la necesidad de un conocimiento básico del inglés y de las lenguas existentes en los territorios dónde se actúa. Éste aspecto tiene mayores facilidades en Iberoamérica que en Europa (donde el inglés se está convirtiendo en imprescindible para la cooperación cultural a pesar de la gran diversidad de lenguas), pero no podemos olvidar la importancia del portugués por el número de habitantes que habla esta lengua en nuestro espacio iberoamericano. Este dominio que viene de la formación básica y de grado de los gestores culturales se convierte en dificultades u oportunidades para un fluido intercambio entre culturas.

Los saberes y prácticas acumuladas desde la experiencia en la gestión cultural se han dirigido más a un diagnóstico y gestión a partir de realidades muy concretas (local – nacional) y a la respuesta a necesidades de comunidades culturales bastante homogéneas. Pero la práctica de la cooperación cultural internacional reclama una competencia en elaborar un conocimiento a partir de conceptos culturales aplicables a cada región para encontrar su correspondencia con otras. Una capacidad de comprensión de diferentes contextos sociales y culturales que permitan entender los procesos culturales en los cuales interviene la gestión cultural, aceptando la diversidad cultural que implica la interpretación de realidades diferentes aceptando la complejidad como un sistema de análisis y desarrollo de opciones concretas, donde los modelos establecidos no podrán aplicarse linealmente sino a través de un diálogo profundo con las culturas de sus contextos.

La interacción e interdependencia, entre los contextos en cooperación, exige una competencia en la interpretación de sistemas políticos comparados en general y sistemas culturales específicos entre realidades internacionales. Competencia en la comprensión y tratamiento de legislación aplicada a los diferentes campos en que interviene la cultura (o sectores afines) de acuerdo con los proyectos a gestionar. Introduciéndose poco a poco en la legislación internacional y en la comprensión de las repercusiones de los tratados internacionales en la gestión cultural (OMC, TLC, TIP, etc..)

Paralelamente a la incorporación de la dimensión de cooperación internacional es necesario un mayor conocimiento de las estructuras y organismos supranacionales, en general y concretamente los que actúan en el sector cultural al nivel de sus funciones, sistemas de trabajo, competencias, financiación y programas que desarrollan. La distancia entre las instituciones internacionales y la gestión cultural ha de reducirse por medio de su desmitificación de los profesionales de la cultura y un mayor conocimiento interno, porque tendrán de relacionarse habitualmente con los laberintos, a veces burocratizados, de unas organizaciones que se encuentran entre la dificultad de actuar directamente en muchos problemas y su legitimidad en el apoyo de acciones más locales. De la misma forma es necesario un conocimiento de las bases patrimoniales internacionales, en un sentido amplio, que permitan situar la realidad de la cooperación entre culturas.

La cooperación reclama una competencia para entender los procesos sociales, económicos y culturales que caracterizan la era de la información y los procesos de globalización, a partir de las reflexiones y aportaciones disciplinares diferentes. Los efectos de la mundialización, de muchos problemas de la sociedad contemporánea, reclaman una mayor ubicación de la cultura ante estos nuevos retos. No podemos promover la cooperación cultural sin tener en cuenta un conjunto de factores que están incidiendo en los grandes fraccionamientos de la población mundial y la legitimación de ciertas desigualdades e inequidades.

En la medida que la acción cultural en cooperación avance, y se desarrolle, tiene el reto de profundizar en sus bases teórico-conceptuales en general, diferenciándola de otras formas de cooperación y encontrando sus especificidades en diálogo con otros intercambios e interdependencias. La cooperación para el desarrollo y, específicamente, la cooperación cultural como instrumento de internacionalización de los proyectos ha de evidenciar sus aportaciones y preparar a sus profesionales para su acción especializada.

Como decíamos anteriormente, el conocimiento de los grandes tratados internaciones han de ir acompañados de una capacidad crítica en el análisis del mercado y el comercio internacional, a escala general y específica en el campo de los productos culturales y la circulación de formas expresivas. La gran influencia de la industria cultural y el gran volumen de negocio que aportan, y aportaran en el futuro, no puede dejarse al margen de la capacitación de los gestores culturales, tanto en su visión económica como en el significado y trascendencia que puede tener en nuestras culturas.

La gestión de proyectos de cooperación exige trabajar y negociar permanentemente con contrapartes, socios o colaboradores de diferentes realidades nacionales a través del instrumento del proyecto de cooperación. Dinámica que necesita de sistemas de corresponsabilidad y cogestión que permitan el desglose de la acción del proyecto en actividades compartidas y resultados conjuntos. Para que una cooperación tenga sus propios valores (solidaridad, igualdad, etc..) es imprescindible un trabajo de conjunto (co) para actuar desde la diferencia hacia un objetivo común (operar), a este fin se han de desarrollar sensibilidades y habilidades para que la cooperación se dé en una relación entre iguales sin ningún tipo de jerarquización. Habilidades de trabajo en equipo pero también formación actitudinal que ha dar sentido a una cooperación real que aporte todas las dimensiones de los valores de la diversidad cultural

Y por último es necesario desarrollar una competencia en interpretar las consecuencias de las decisiones políticas y económicas que se suceden cotidianamente, a escala local como global. Esta competencia se orienta a la necesaria identificación de los aspectos que pueden incidir en la gestión de la cultura y las repercusiones de situaciones más generales con consecuencias sobre las culturas y la diversidad cultural.

3. Competencias en el campo de la gestión en red culturales y proyectos de cooperación.

En este itinerario de concreción, no queremos terminar estas reflexiones sin aportar una primera aproximación a un nuevo tipo de competencias surgidas de los nuevos contextos y las consecuencias de la sociedad de la información y la comunicación. En este proceso de integración de nuevas prácticas hemos de incorporar la importancias que están adquiriendo, y tendrán en el futuro, las habilidades de trabajo en red, que podemos concretar en las siguientes:

Habilidad en el trabajo en la metodología de trabajo en estructuras en red interna de la organización como a escala externa de diferentes realidades

Habilidad en la búsqueda de información de todo tipo en contextos geográficos amplios.

Habilidad de establecer contactos y relaciones con otras redes y la búsqueda de socios para proyectos de nivel supranacional.

Conocimiento de las redes culturales y artísticas existentes. Redes de cooperación territorial a escala local, nacional y regiones geopolíticas de nivel internacional. Competencia de trabajar en redes sociales y comerciales

Comprensión de los conceptos de empresa / organización red y de los nuevos métodos de producción y comercialización de productos culturales en estos contextos.

Conocimiento de los aspectos jurídicos del trabajo en red: legislaciones, derechos de autor, copyright, etc.

Competencia de establecer contactos con estructuras variadas que participan en las redes. En el ámbito de redes con participación de organismos públicos hasta niveles de organizaciones no gubernamentales. Selección de socios contrapartes.

Capacidad de valorar, diagnosticar e interpretar los fenómenos de transnacionalización y el trabajo en red

Conocimiento de las formas de lo que denominamos nuevas diplomacias transversales y populares a partir del establecimiento de espacios de cooperación sin la participación de las estructuras del estado-nación clásicas. Diplomacias de las ciudades, cooperación interregional, cooperación transfronteriza, etc.

Sin pretender llegar a conclusiones podemos finalizar estos apuntes de acuerdo con los objetivos iniciales; Es necesario una reflexión con profundidad de las aportaciones y críticas que la cooperación cultural internacional sugieren a los perfiles y formaciones de la gestión de la cultura. Tanto en su nivel de nuevos contenidos y orientaciones a la formación, como en una nueva dimensión del papel de la cultura en una sociedad en globalización, donde nuevas habilidades y actitudes de los profesionales de la gestión cultural pueden transformarse en grandes herramientas para una mayor incidencia de la cultura a una sociedad más justa y equitativa que desarrolle todos los valores que la diversidad cultural nos sugiere.

En estos enfoques pretendemos provocar un debate abierto para aprovechar todas las oportunidades que la cooperación cultural internacional nos ofrece para revisar nuestras miradas internas y nuestras practicas habituales. Una ocasión que puede producir algunos cambios y adecuaciones al sector cultural.

Notas:

(2) LAMO DE ESPINOSA, E. (1996) : Sociedades de cultura, sociedades de ciencia, Madrid. Ed Nobel.,

(3) Hemos de diferenciar el concepto amplio de cultura desde diferentes perspectivas y aportaciones disciplinares del sector cultural entendido como un campo de acción de las políticas culturales, el mercado cultural y la vida cultural de nuestras sociedades

(4) Como dice Baumann, Z (2001): La sociedad individualizada, Cátedra, Madrid

(5) Usamos el concepto de anacrónico desde la perspectiva que no se ha adecuado a los cambios como han hecho las organizaciones del sector productivo o de los servicios.

Alfons Martinell Sempere

Profesor Titular de la Cátedra Unesco Políticas Culturales y Cooperación de la Universidad de Girona.

Presidente de la Fundación Interarts. Especialista en formación de gestores culturales.

 

Artículo de Pensar Iberoamérica. Revista de Cultura de la OEI