Los nuevos desafíos de la cooperación cultural europea'
Raymond Weber
Este artículo no es la obra de un funcionario internacional que exponga los «conocimientos adquiridos» en su experiencia práctica en el ámbito de la cooperación cultural europea, ni la obra de un universitario y un investigador que desde una ilusoria «torre de marfil» analice su historial, su situación actual y sus desafíos de futuro.
Pretendo más bien compartir algunas experiencias y análisis, y también presentar muchas inquietudes y preguntas que me vienen al pensamiento después de más de un cuarto de siglo de compromiso en la cooperación cultural europea, como responsable de las relaciones culturales internacionales en mi país, Luxemburgo, o como actor en organizaciones como la UNESCO y el Consejo de Europa, como docente (en el Colegio de Europa en Brujas) y formador (en formaciones de administradores culturales), como mediador en y entre proyectos culturales, como animador de instituciones o de redes, como en el caso de la Laiterie (Centro Europeo para la Creación Joven, en Estrasburgo), las Pepinières - canteras o viveros - Europeas para Jóvenes Artistas (programa europeo de residencia de artistas), el Colegio Europeo de Cooperación Cultural (asociación que fomenta la cooperación entre las «redes» de los distintos institutos culturales en el extranjero) o el Centro Cultural de Encuentro Abbaye Neumunster (Luxemburgo), especialmente para la puesta en marcha de un instituto cultural común entre Francia, Alemania y Luxemburgo.
Todos estos compromisos me han enseñado como mínimo dos cosas: modestia y fe . Modestia, por un lado porque no se puede tener una visión completa de la cooperación cultural en Europa, y por el otro, porque uno se da cuenta de que cualquier acción cultural permanece frágil y aleatoria. Todo análisis será, necesariamente, incompleto y, en consecuencia, subjetivo. Fe, porque la creación artística y el desarrollo cultural se acaban imponiendo en todas partes, como medios de supervivencia (como hemos visto en Sarajevo), como vectores de la dignidad humana (como en el diálogo intercultural), como fuerzas de emancipación en nuestras sociedades, como «elementos que dan sentido» a nuestras vidas o, sencillamente, como fuentes de desarrollo y de felicidad personales.
1.Estado de la cuestión
La visión que se ofrece al «espectador» de la cooperación cultural europea es a la vez rica y contrastada. Es rica, porque es cada vez más multipolar y los distintos actores muestran una riqueza de creatividad y un dinamismo de invención e innovación extraordinarios. Es contrastada, porque presenta una diversidad de situaciones, de políticas culturales, de estructuras y de métodos de trabajo sobre los que las «políticas culturales» de las grandes instituciones y organizaciones (como la Unión Europea y el Consejo de Europa) parecen tener pocos efectos estructurantes.
Dicho de otra manera: no existe una política cultural europea única y común. Personalmente, yo añadiría: ¡por suerte!, aunque lamento la falta de ambición cultural europea de la mayoría de las mujeres y de los hombres políticos y la ausencia cruel de los medios presupuestarios consiguientes para programas y proyectos culturales europeos.
Lo que me parece más sorprendente es lo siguiente:
la mayoría de políticas culturales nacionales están en crisis, en lo que se refiere a los contenidos, las estructuras y los métodos de trabajo. Construidas sobre un Estado benefactor cada vez más frágil (en Europa del Oeste) o buscando aún su legitimidad en un sistema democrático (en Europa del Este), les resulta difícil definir los nuevos papeles del Estado y de los poderes públicos, pero también de la sociedad civil, en sociedades cada vez más multiculturales, globalizadas, que experimentan cambios profundos y han perdido la mayoría de sus referentes tradicionales. En todas partes, las estructuras y los equipamientos culturales parecen demasiado pesados, mal adaptados a las emergencias artísticas y a las nuevas prácticas culturales, e incapaces de responder a las nuevas necesidades de proximidad, de movilización de recursos, de solidaridad, de capacidad de escucha, de participación e implicación del tejido asociativo. Ante estos desarrollos, los poderes públicos reaccionan por un lado mediante desestatizaciones y privaciones de determinados equipamientos culturales, y por el otro mediante externalizaciones y contractualizaciones de determinadas misiones de servicio público;
la diplomacia cultural, que hasta ahora ha sido considerada el tercer pilar de los Asuntos Exteriores (al lado de los pilares de la política y la economía), a duras penas consigue pasar de una función de «escaparate del país» a una función de «diálogo intercultural», que integraría, además, la dimensión europea e internacional, mediante cooperaciones a medio y largo plazo. La política europea, que debería convertirse progresivamente en una política «interior», como mínimo en los 15 países de la Unión Europea, no ha encontrado todavía su legitimidad, ni en los artistas y los intelectuales, ni en los responsables políticos;
las políticas culturales locales (especialmente las de las grandes ciudades) y regionales parecen más conscientes de la necesidad de hacer de la cultura un instrumento importante de una política de desarrollo, de fomento y de encuentro, especialmente con sus ciudades y regiones compañeras. Ciertamente, el riesgo de una «instrumentalización» de la cultura al servicio de los objetivos económicos y sociales es importante, pero muchas iniciativas sostenidas por las ciudades y regiones, a menudo al margen de sus instituciones oficiales (en los eriales industriales o en los barrios y extrarradios mestizos) muestran que los artistas sacan provecho de ello y mantienen a la vez su autonomía;
en realidad, algunos grandes grupos se ocupan de gran parte de las «nuevas» políticas culturales, grupos que han invertido en los sectores económicos anclados en el ámbito cultural (especialmente en las industrias culturales, los medios de comunicación y las tecnologías de la información y la comunicación). En ellos se llevan a cabo elecciones culturalmente decisivas, la mayoría de las veces lejos de Europa, en contextos que se escapan de los procedimientos democráticos y basados en imperativos que son los de la rentabilidad. Se trata de AOL-Time Warner, Microsoft, Disney, Sony, Vivendi o Bertelsmann, que actualmente dominan el paisaje de la sociedad en red y el de la producción y la difusión culturales;
el Consejo de Europa puede prevalerse de programas culturales importantes desde hace aproximadamente cincuenta años. Estos programas han pasado por etapas diversas: reconciliación, (re)conocimiento recíproco, creación de un discurso común, puesta en común de soluciones, toma de conciencia de los retos multiculturales. El funcionamiento del Consejo ha sido - y sigue siendo - un funcionamiento triple: intelectual (foro de discusión de los grandes retos), normativo («fabricación» de convenciones, recomendaciones y resoluciones) y operativo (programas y acciones sobre el terreno).
Pero, por encima de todo, en los últimos años, ha tenido un papel irreemplazable en la «integración europea» de los países de Europa central y oriental. A pesar de unos presupuestos irrisorios, ha sido capaz de ayudar a sus países a dotarse de legislaciones culturales adaptadas y a escoger ellos mismos políticas culturales democráticas, con las legislaciones pertinentes, objetivos claros, administraciones transparentes y eficaces, sistemas de formación y evaluación claramente estructurados. ¿Será capaz de conseguir, en los próximos años, evitar que tengamos una Europa cultural de dos velocidades, con los «ricos» por un lado, es decir los países de la Unión Europea y los países culturales, y los «rechazados», del otro? Así mismo, dentro de los países europeos, ¿habrá también un abismo entre los «ciudadanos europeos», es decir, los que pueden viajar y tener derechos culturales, y los demás?;
después de haber conseguido mantener los vínculos entre artistas, intelectuales y universitarios de los dos «bloques» de la Europa anterior a 1989, incluso en los peores momentos de la guerra fría, la UNESCO sólo se puede implicar marginalmente en la región europea en su conjunto. Sus intervenciones están más centradas, ya sea en temas (como la diversidad cultural, la cultura de la paz, las cátedras UNESCO en el ámbito de los derechos humanos y de las políticas culturales, los monumentos y emplazamientos del patrimonio mundial), ya sea en áreas geográficas (la región caucásica, Bosnia Herzegovina, Kosovo, etc.);
la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) no se ha interesado en absoluto, al menos hasta ahora, por la cultura y las políticas culturales. Tras organizar un «Foro Cultural» en Budapest, en 1985, reunió a todos los estados europeos, así como a Canadá y a los Estados Unidos, en un «Coloquio sobre el patrimonio cultural» en Cracovia, en 1991. Si el Foro de Budapest no tuvo conclusiones ni continuación, el Coloquio de Cracovia produjo un Documento final interesante que redefine los fundamentos de la cooperación cultural europea tras la caída del muro de Berlín y la implosión del sistema comunista. Sin embargo, dicho texto no engendró ni una estrategia opcional, ni un programa concreto;
la acción cultural de la Unión Europea es todavía reciente (unos buenos diez años). Sin duda, cabe recordar aquí que si los primeros tratados de lo que hoy se ha convertido en la Unión Europea no preveían acciones ni políticas culturales, no era por olvido, sino por una voluntad claramente establecida y asumida: nada de constitución ni de cultura, en los inicios, sino una cooperación pragmática en lo que se refiere a las industrias del carbón y del acero (CECA), más adelante el Euratom. Si actualmente la cultura empieza a tener efectos estructurantes en el ámbito de los medios de comunicación, de la educación, de la cohesión social y del desarrollo regional, sobre todo gracias a programas importantes y a una implicación significativa de los fondos estructurales comunitarios, no se puede decir lo mismo del sector artístico y cultural propiamente dicho, que continúa siendo «no prioritario» a nivel de las políticas comunitarias, en términos políticos y presupuestarios. Hay que añadir que, para ciertos países de la UE, la acción comunitaria en el ámbito cultural debe seguir tan limitada como sea posible, basada en el principio de la «subsidiariedad» y en un proceso de decisión que exige la unanimidad (en el sí del Consejo de Ministros) y la codecisión con el Parlamento Europeo para cualquier decisión del programa;
sin duda, el desarrollo más prometedor de la cooperación cultural en Europa, estos últimos años, es el desarrollo extraordinario de la «sociedad civil» y de las organizaciones no gubernamentales: asociaciones, fundaciones, redes culturales, etc. Aquí se encuentra una mayor creatividad, innovación, dinamismo, voluntad de cooperación transfonterera, a pesar (o a causa) de la fragilidad financiera de estas organizaciones.
¿Qué balance provisional se deriva de estas primeras observaciones?
Por un lado, tenemos expresiones artísticas y prácticas culturales ricas, innovadoras y numerosas; por otro lado, políticas culturales, organizaciones internacionales y estructuras de cooperación que, aunque se están modificando, aún aparecen demasiado marcadas por un espíritu jerárquico, por instituciones demasiado pesadas, por la dificultad de cooperar y por la falta de transparencia, especialmente en los procesos de toma de decisiones. En resumen, si existe la Europa cultural desde ahora, sobre todo gracias a los artistas y a las redes culturales, todavía debemos inventar una política cultural europea común, no para influir en los contenidos artísticos y culturales, sino para promover y desarrollar los marcos (jurídicos, fiscales, financieros, etc.) de la cooperación cultural entre todos los copartícipes. Si bien los esfuerzos para definir una (y una única) identidad europea, únicamente a partir de nuestra historia y nuestro patrimonio comunes, me parecen bastante irrisorios, deberíamos ponernos de acuerdo en una «especificidad europea», como gestión y como proyecto de futuro.
A mi parecer, resulta inútil añadir que una Europa cultural así sería simplemente una Europa abierta al resto del mundo, sin miedo a la mezcla y que ofrecería hospitalidad..
2. Las recientes evoluciones del concepto de «cultura»
Me gustaría partir de la definición de la cultura que ofreció la UNESCO en 1982 en Méjico, durante la Conferencia Mundial sobre políticas culturales:
«Actualmente, la política puede considerarse como el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos, que caracterizan a una sociedad o a un grupo social. Además de las artes y las letras, la cultura engloba los modos de vida, los derechos humanos fundamentales, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias.»
Y un poco más lejos, la Declaración de Méjico continúa así: «La cultura otorga al hombre la capacidad de reflexión sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales y éticamente comprometidos. Es por ella que discernimos valores y elegimos. Es por ella que el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevos significados y crea obras que le trascienden.»
Dicha definición de la cultura, que el Consejo de Europa retomó dos años más tarde, en su Declaración europea sobre los objetivos culturales (4ª Conferencia de Ministros europeos de Cultura, Berlín 1984), constituye de algún modo el calderón de una reflexión en profundidad sobre los conceptos de base de las políticas y de la acción culturales características de los años 70 (y que han dado curso a los cambios de valores de los años 60 y al «nacimiento» de lo que R. Inglehardt denomina valores «postmaterialistas». Justamente en esta época «nacen» conceptos como los siguientes: democracia cultural, finalidades culturales del desarrollo, cultura para todos («Kultur für alle», de Hilmar Hoffmann, Frankfurt/M. 1979), cultura como derecho del ciudadano («Bürgerrecht - Kulturrecht», de Hermann Glaser, Francfort/M. 1983), desarrollo de la comunidad, animación sociocultural y «Soziokultur», etc. Uno de los textos más significativos y «proféticos» de este período sigue siendo la Declaración de Arc-et-Senans (1972) que subraya que «se trata de reconocer al hombre el derecho de ser autor de modos de vida y de prácticas sociales que tengan una significación. Por lo tanto, hay motivo para administrar las condiciones de creatividad dondequiera que se sitúen, para reconocer la diversidad cultural, garantizando la existencia y el desarrollo de los medios más débiles».
Justamente en este período el espacio cultural jugó plenamente su papel de experimentador social. Esta experimentación, esta liberación de la palabra y de las actitudes, se observaba igual de bien en los comportamientos cotidianos (la liberalización de las costumbres), en las nuevas experiencias comunitarias (especialmente en el movimiento hippie), en formas inéditas de solidaridad, en experiencias de la contracultura o en el arte vanguardista, que en la aparición de nuevos movimientos asociativos. En ese punto se hacían visibles las cuestiones y las exigencias que influirían lentamente en el paisaje político.
En este contexto emergieron los discursos que volvían a hacer explícitos de manera crítica los vínculos entre la cultura y la política, y también se construyó un nuevo imaginario para las políticas culturales que consistía, por ejemplo, en sustituir la antigua política de democratización de la cultura por una política de democracia cultural. En consecuencia, las políticas culturales, que insistían tanto en los procesos culturales como en los «resultados», estaban marcadas por un ideal de participación política, por una amplia descentralización, por una multiplicación de los dispositivos culturales (como en las «Maisons de la Culture» - Casas de Cultura- en Francia o los centros culturales en Bélgica) y por un refuerzo del tejido asociativo.
Los años 80 son más «pragmáticos»: la crisis económica, por un lado, y la profesionalización creciente del sector cultural, por otro, obligan a los responsables y a los actores culturales a abordar de una manera más profunda el «¿cómo?» de la política cultural y a situarse con relación al desarrollo económico, que se convierte en el objetivo principal. Es el inicio de la economía de la cultura, de la gestión y el márqueting culturales, del renacimiento urbano por la cultura (véase Glasgow), del establecimiento de formaciones de administradores, de gestores y de «ingenieros» culturales, del recurso más sistemático a fuentes de financiación que no provengan de los poderes públicos (esponsorización privada y de empresa).
En lo que respecta a los años 90, vienen marcados por la caída del Muro de Berlín, la desaparición del telón de acero y la implosión del sistema comunista. Frente a la mundialización, por un lado, y a la construcción europea por otro (en virtud del Tratado de Maastricht, en 1992, la Comunidad Europea, que hasta entonces había funcionado sobre una base esencialmente económica, se convierte en la «Unión Europea», más política, y da una base legal a una acción de Bruselas en el ámbito cultural), los problemas de identidades culturales y de minorías, nacionales o no, resurgen con fuerza y violencia, como se ha podido ver en el caso de Bosnia Herzegovina, de Kosovo, y actualmente de Macedonia. Tras su ampliación y liberalización respecto a otros ámbitos, la cultura corre cada vez más el riesgo de convertirse en un instrumento, especialmente de la política, la economía y lo social. Finalmente, mientras que los años 80 se caracterizaron por las relaciones entre la cultura y la economía, los 90 se caracterizaron por las relaciones entre la cultura y la cohesión social. Las razones esenciales son la mundialización, la crisis del Estado benefactor, el aumento del paro estructural y la metamorfosis del trabajo, la crisis del urbanismo moderno y la transformación de los sistemas de valores y de representaciones de la sociedad.
3. Análisis de la situación actual
¿En qué punto nos encontramos actualmente?
· por un lado, han cambiado muchos conceptos de base de la cultura y de la política cultural, si no de expresión, al menos de sentido. Citaré algunos ejemplos:
la democratización de la cultura ha dado paso a la democracia cultural;
la «Soziokultur» y la animación sociocultural dan paso cada vez más al desarrollo cultural;
donde se hablaba de «monumentos» y «emplazamientos», hoy en día se habla de patrimonio cultural, de paisaje cultural e incluso de entorno cultural;
· la vida cultural ha experimentado profundas transformaciones: aparecen nuevas expresiones artísticas, se desarrollan nuevas prácticas culturales, se liberaliza la cultura, el proyecto y la pequeña estructura de proximidad superan a menudo al equipamiento pesado, se concede una mayor importancia a los «márgenes»: eriales industriales, barrios mestizos, extrarradios innovadores donde se viven a la vez nuevas expresiones culturales y otros vínculos de solidaridad, de algún modo «biodegradables». Se generaliza la red como modo de funcionamiento y de cooperación, paralelamente al fortalecimiento de los deseos de movilidad y a las necesidades de formación de los distintos actores culturales. Aparecen nuevas «profesiones» culturales, especialmente en el ámbito de la mediación y de la proximidad, así como en la interdisciplinariedad. Finalmente, uno se da cuenta de la necesidad de gestionar de un modo distinto las «temporalidades culturales»: se ha pasado de los productos clave en mano a procesos colectivos, a trayectos personales, a la experimentación en común; de los cambios efímeros a las cooperaciones que se sitúan en el tiempo;
· la «reconciliación» de Europa consigo misma sigue estando, al menos en lo que a cultura se refiere, ampliamente inacabada. Es cierto que han desaparecido las fronteras ideológicas; sin embargo, no ha sucedido lo mismo con las fronteras que existen en nuestras cabezas. Andreï Plesu, antiguo Ministro de Cultura y de Asuntos Exteriores de Rumanía, caracterizó correctamente la situación en los años 90, cuando hablaba del «velo de incomprensión» que sustituía al telón de acero. Asimismo, en septiembre de 1999, nos advertía del peligro de ver desaparecer la diversidad cultural de Europa central y oriental en el molde de homogeneización del «acervo comunitario»;
por otro lado, han cambiado profundamente los modos de funcionamiento y los métodos de trabajo de la cultura: al parecer, se da más prioridad a los proyectos que a las instituciones, a los procesos/trayectos que los productos, a la cooperación que a los intercambios, a la confrontación y al diálogo que a los consensos débiles, a la connectividad que a la exclusividad, a los pasos «ascendentes o bottom up», flexibles y que funcionen en red, más que a métodos rígidos, «descendentes o top down» y jerarquicoburocráticos;
así, parece ser que a la definición esencialmente antropológica de la cultura preconizada en Méjico, en 1982, se han añadido nuevas aportaciones. Como, por ejemplo, una lectura más «hermenéutica» de la cultura, como conjunto de los recursos de sentido compartidos por los actores que pertenecen a los mismos conjuntos sociohistóricos. Entendida de este modo, la cultura aparece como el horizonte a partir del cual se forma nuestra familiaridad con el mundo, a través del cual comprendemos cómo construimos nuestra relación con los demás y con nosotros mismos. «Llamo cultura, escribe Jürgen Habermas, a la reserva del saber en la que los participantes de la comunidad puedan acceder a interpretaciones cuando se enfrenten a cualquier realidad en el mundo» (en: «Théorie de l'agir communicationnel», - Teoría del comportamiento comunicacional -, Fayard 1987).
Existe otra interpretación de la cultura que parece importante actualmente: la de C. Castoriadis (en: «La montée de l'insignifiance. Les carrefours du labyrinthe», - El aumento de la insignificancia. Las encrucijadas del laberinto -, Seuil 1996). Frente a la imagen de una cultura que sencillamente siempre estaría ahí, insiste en su dimensión procesual, en el trabajo imaginativo y reflexivo que se opera en ella sin descanso. Lo que constituiría la especificidad cultural de la modernidad, es que, en lo sucesivo, se cuestiona sin cesar la validez de los contenidos culturales (representaciones, sistemas de valores, instituciones, etc.), y la cultura, como la Bildung (en el sentido que le otorga E. Cassirer) se convierte en ese poder y ese deseo de formación por medio de los cuales los humanos intentan dar sentido a su existencia, a su ser en común, a su entorno. Es también de este modo que la cultura deja de ser por encima de todo una cuestión de reproducción, para convertirse en una cuestión de producción: se convierte a la vez en un espacio donde se liberan esperas de reconocimiento y un espacio de experimentación (véase, sobre todo, Charles Taylor, en: «Les sources du moi», - Las fuentes del yo-, Seuil 1998). Esta manera de ver las cosas nos permite evitar reducir la cultura y la identidad a su dimensión retrospectiva, y verlas como construcciones, como procesos permanentes hechos de préstamos, de mestizajes y de intercambios, gracias a un movimiento dialéctico entre un espacio de experiencia y un horizonte de espera del otro (véase R. Koselleck, in: «Le règne de la critique», - El reino de la crítica -, Minuit 1979).
Una última interpretación de la cultura nos hace comprender que con la modernidad el trabajo cultural se impone tal vez más por sus métodos que por sus objetos y que, por lo tanto, no se trata tanto de designar por «cultura» un determinado tipo de prácticas como de buscar la trascendencia ética o política de dichas prácticas (véanse las discusiones de los últimos foros de las redes culturales europeas, Ljubljana 2000 y Bruselas 2001);
· las políticas culturales y sus estructuras, por su parte, están sometidas a desestructuraciones/reestructuraciones permanentes: donde se privilegiaba la homogeneización, hoy se pone de relieve la diversidad cultural; donde prevalecía la lógica comunitaria, se habla de la necesidad de salvaguardar el espacio público. Donde todo se solucionaba entre poderes públicos, ahora se hacer intervenir el mercado, por una parte, y la sociedad civil y los mundos económico y social, por otra: en un mundo cultural cada vez más multipolar, se impone el concepto de «colaboración». Finalmente, donde predominaba lo nacional, la integración de la política cultural en lo transfronterero y lo nacional se convierte en un procedimiento común. Los conceptos que parecen ser predominantes hoy son los siguientes: descentralización, desestatización, desinstitucionalización, privatización.
Antaño, en el Estado benefactor y en las políticas culturales que se referían al mismo, se concebía la creación/creatividad como un instrumento «público» al servicio de un determinado número de valores sociales compartidos. Actualmente, dicha situación se echa a perder porque la subjetividad y la creatividad son comercializadas y privatizadas cada vez más, cuando no son utilizadas como identidades colectivas inamovibles. Por otra parte, las políticas culturales se han visto en la incapacidad de despejar, desde el punto de vista conceptual y operacional, las dimensiones culturales de las migraciones, de la exclusión social, del paro y de la mutación del trabajo, y de replantear la acción cultural en interacción dinámica con los derechos humanos y la democracia.
Por lo tanto, cabe plantearse si las políticas culturales, actualmente, más que gestionar directamente pesados equipamientos culturales y definir programas más o menos apremiantes, no deberían resituarse a partir de los valores y los derechos culturales y contentarse con definir estrategias generales, como «recipientes» de medidas posibles, siempre susceptibles de debate y de puesta en práctica por parte de los actores implicados. De este modo, la cultura pasaría a ser, a la vez, el lugar de todas las libertades más fuertes y de todas las pluralidades, y el factor de todos los vínculos y de todas las responsabilidades. Esto permitiría al Estado concentrarse más en su papel de garante (de la libertad de expresión y de la igualdad de todos los ciudadanos frente a la cultura), de árbitro y de mediador (especialmente en la «gestión» de la multiculturalidad), de «arquitecto» del espacio público y de promotor de una seguridad y una fiabilidad culturales. Seguridad cultural, en el sentido de protección de identidades abiertas, interactivas, creadoras. Fiabilidad cultural, en el sentido de desarrollo y explotación de esta seguridad como un bien común que vincule entre ellas a las personas contemporáneas, solidariamente con las de otras generaciones pasadas y futuras. ¿No es este el verdadero principio de la paz?
· finalmente, las organizaciones internacionales deberían integrar mejor, en sus procesos de toma de decisiones y en su programación, a las autoridades territoriales, por una parte, y a las asociaciones, ONGs y redes culturales, de otra.
Podrían garantizar, especialmente, el ejercicio de la ciudadanía en el seno de espacios públicos organizados democráticamente, como una conexión de sistemas de observación, de discusión, de «conservatorio de valores», de decisión y de «supervisión». Más que pretender dar «consignas» y querer gestionar la riqueza de las culturas europeas, deberían concentrarse en la promoción de las sinergias entre actores culturales, públicos, civiles y privados, en la organización de la cooperación cultural entre culturas y disciplinas distintas, en el fortalecimiento de las estructuras de debate público y en la «capacitación» de los actores culturales, especialmente los más débiles y frágiles.
Todas estas cuestiones nos incitan a abordar las políticas culturales no sólo ya bajo el punto de vista del«¿cómo?», sino también del «¿por qué?».
¿Qué conclusiones, provisionales, podemos extraer de estas lecturas diacrónicas de los conceptos de cultura?
la cultura y el patrimonio cultural se han convertido en las apuestas de la sociedad: esto implica a la vez ventajas (se reconoce la dimensión cultural en otros ámbitos políticos y sociales) e inconvenientes (existe en todo momento un peligro de instrumentalización y de «sobrecarga» de la cultura). Esto plantea también el problema del «tiempo cultural»: comparado constantemente con la urgencia y el corto plazo del tiempo político y del tiempo económico, el tiempo cultural tiene dificultades para que se reconozca la necesidad de «labrar» en profundidad, y en consecuencia de «perder el tiempo» en algunas ocasiones, y de sobrepasar lo efímero y el corto plazo;
como se ha precisado hace poco tiempo aún, durante la Conferencia Europea de Ministros del Patrimonio Cultural (Portoroz/Eslovenia, 6 y 7 de abril, 2001), el patrimonio cultural continúa transformándose de una manera bastante radical: sus nuevas funciones ponen de manifiesto el «valor conflictivo» («Streitwert» según Gaby Dolff, en: «Prospective: Fonctions du patrimoine culturel dans une Europe en changement», - Prospectiva: Funciones del patrimonio cultural en una Europa cambiante -, Consejo de Europa 2001) del patrimonio, la necesidad de un «trabajo sobre la memoria» (para retomar la bella expresión de Paul Ricoeur), el «renacimiento» del concepto de «patrimonio» como conjunto de ideales y de principios de base de la cooperación cultural europea (¡fórmula ya presente en los Estatutos del Consejo de Europa en 1949!), el papel del patrimonio en la economía en red y en la sociedad de la información. Se trata, por lo tanto, en este punto, de reinventar el patrimonio dentro de la perspectiva de las generaciones futuras: sólo podrá transmitirse el patrimonio (como herencia dada y sentido a construir) si se le da un significado y se reconstruye. De este modo, el patrimonio vuelve a ser, plenamente, el horizonte de la travesía, el campo de la transformación, dimensión de la trascendencia y espacio de diálogo: el patrimonio es lo que transita por nosotros y lo que, al atravesarnos, nos transforma, llevándonos más allá de nosotros mismos, para reencontrarnos con el Otro, y por lo tanto con el Yo;
en estos últimos años, la cultura ha sido objeto de conmemoraciones, de celebraciones, de fiestas, de jornadas europeas. No hay nada de enigmático en este «uso» político de la cultura y de las artes, si aceptamos presuponer que la sensibilidad (el gusto, el compartir sensible momentáneo, los afectos en común) favorece fácilmente los contactos entre las persones y de este modo puede ponerse al servicio de una política de interacción. ¿Pero no nos arriesgamos a preservar únicamente la cohesión social sin preocuparnos de dar a los ciudadanos los medios para realizar aspiraciones inéditas y, por tanto, su historia? Como pregunta Christian Ruby (en: «l'État esthéthique», - El Estado estético -, Castells-Labor 2000), ¿no nos arriesgamos a disolver las veleidades de movilización de los ciudadanos, centrando su atención en las modas, las ceremonias y los espectáculos en el transcurso de los cuales sólo se trata de «sentir algo muy fuerte»? ¿No existe el riesgo de que nuestros hombres políticos dejen de lado estas instituciones y estos proyectos culturales que pretenden cambiar la sociedad en beneficio de una cultura populista que se orienta hacia el «interés humano» de la gran masa y que no hace otra cosa que reproducir los «estilos de vida» dominantes?
se han extendido de tal modo la cultura y el patrimonio, como conceptos, que existe el peligro de que se disuelvan y pierdan especificidad. En este contexto, me impresiona que en estos últimos años el sector cultural haya producido pocos conceptos nuevos, y en cambio más bien haya culturalizado conceptos que ya hayan demostrado su valor en otros lugares: desarrollo duradero, cohesión cultural, ciudadanía, red, ecología cultural;
la cultura ha dejado de ser únicamente un ámbito de la acción pública, uno más de los sectores de actividades: actualmente es una dimensión reconocida de la política pública. En cambio, uno tiene la impresión de que las nuevas funciones que el Estado y los poderes públicos deberían asumir respecto a la cultura y al patrimonio cultural continúan desdibujadas, que el Estado no es en absoluto innovador en materia de desarrollo cultural (a menudo, las innovaciones culturales tienen lugar al margen de las políticas culturales oficiales y de las instituciones culturales reconocidas y sostenidas) y que a las políticas culturales, frente a prácticas culturales nuevas, les resulta difícil adaptar sus estructuras. En el fondo, se puede tener la impresión de que el concepto cultural de los años 80 intentaba dar sentido a las evoluciones de la sociedad, en un marco a la vez político y nacional, mientras que hoy, la cultura «estalla», se liberaliza, haciendo desaparecer las fronteras entre el interior y el exterior, entre lo político y lo social, en un marco en el que parece imponerse la primacía de lo económico. En este sentido, abogo por una nueva «cultura de lo político» y por una clarificación del rol del Estado, que debe permanecer esencial y central en el desarrollo cultural;
la «diplomacia cultural» experimenta algunas dificultades en encontrar sus signos: «3er pilar», bilateral frente a multilateral, diligencia interestatal o intercultural. En una conferencia que se celebró en Cracovia en el mes de junio de 1999 («Beyond Cultural Diplomacy - International Cultural Cooperation Policies: Whose Business is it anyway?», - Más allá de la Diplomacia Cultural - Políticas de Cooperación Cultural Internacional: ¿De quién es responsabilidad, de todas formas? -), CIRCLE (red que reagrupa institutos de investigación e investigadores en materia de desarrollo cultural) hablaba de 4 «tendencias des»: desestatización, desinstitucionalización, desdiplomatización, desnacionalización. Esto es cierto, aunque puede decirse también que, frente a las «deconstrucciones / reconstrucciones», los estados y las instituciones suelen reaccionar de manera bastante friolera y defensiva.
Lo que me parece cierto, en todo caso, es que nos estamos orientando, cada vez más, hacia procesos de cooperación a largo plazo, interculturales e intercomunitarios, así como hacia colaboraciones negociadas entre el Estado y la sociedad civil;
4. Los nuevos desafíos para la cooperación cultural europea
1. El contexto de las relaciones culturales multilaterales
Decir que las relaciones culturales multilaterales, sin caer siquiera en la multiplicación de los «neo-» y los «post-», experimentan profundos cambios, es decir poco. Dichos cambios se deben, especialmente, a que el juego de poder y el ejercicio de la autoridad ya no se definen exclusivamente en el interior de fronteras nacionales y a que la división tradicional entre estados y actores no estatales no parece tener ser ya muy pertinente.
Una de las causas esenciales de este fenómeno es la mundialización/globalización, que se ha convertido en una realidad, al menos en la mayoría de los países europeos. Dicha mundialización a menudo comporta una asimetría y una falta de reciprocidad en una interdependencia generalizada, una emergencia de nuevos poderes y de crispaciones identitarias; nos obliga a replantearnos el lugar de los territorios y el concepto de soberanía nacional y a imaginar una reconfiguración del papel de los estados, así como un nuevo formateo de las organizaciones y de las instituciones europeas e internacionales.
Las funciones del Estado han dejado de ser únicamente encarnar una comunidad, sino también servir a una comunidad humana mundializada e interdependiente. La difusión de los retos éticos por parte de las redes humanitarias o ecológicas más o menos relegadas por los movimientos sociales está allí para recordarlo. Como precisan Bertrand Badie o Pierre Hassner (en: «Les nouvelles relations internationales: pratiques et théories», - Las nuevas relaciones internacionales: prácticas y teorías -, Presses de Sciences Po 1998), la teoría de las relaciones internacionales se une a la del contrato social; tiene una dimensión normativa y no podría prescindir ni de la ciencia política ni de la filosofía política.
Más que la coexistencia de dos sistemas, uno centrado en el Estado y otro multicentrado, descrita por James N. Rosenau (in: «Along de Domestic-Foreign Frontier: Exploring Governance in a Turbulent World», - A lo largo de la Frontera Interior-Exterior. Explorando el buen gobierno en un mundo turbulento -, Cambridge University Press 1997), lo que hay que gestionar es la interpenetración de los dos sistemas, hecha de competencia y complicidad. La empresa, para la que los aparatos del Estado y de las organizaciones no gubernamentales claramente no están preparados, resulta bastante más difícil, ya que la relativización del principio territorial ha multiplicado los espacios en los que pueden expresarse las aspiraciones y las elecciones políticas. Por un lado, la multiplicación de los espacios creados por la mundialización (especialmente espacios de comunicación) tiene como efecto debilitar la relación del ciudadano con el Estado; por otro, las reivindicaciones nacionalistas favorecen la consolidación de espacios políticos inscritos en una realidad territorial, que debe reinventarse la mayor parte del tiempo.
Las construcciones regionales (la Unión Europa, evidentemente, pero también las regiones del Danubio y de los Cárpatos, del Mar Negro, del Mar Báltico, de la Iniciativa Centroeuropea, etc.) parecen una respuesta a esta necesidad que se experimenta de nuevos espacios políticos a los que conducir políticas sectoriales que traspasan las fronteras en beneficio de sociedades cada vez más interdependientes, y hacia los cuales las fuerzas sociales podrían dirigir expectativas que el Estado-nación no está en situación de satisfacer. Aquí se crean espacios de «buen gobierno» y de «red de acción pública» con una multiplicidad de actores, públicos y privados, que participan en la formulación y en la puesta en marcha de políticas públicas. Podrían prefigurar el modo de colaboración ideal entre estados, poderes públicos regionales y locales, redes, profesiones y otros actores de la sociedad civil.
Las nuevas visiones del mundo se caracterizan por el sentimiento de una formidable compresión del espacio y del tiempo y la emergencia de una organización espacial pluridimensional (según la expresión de Karoline Postel-Vinay, en: «La transformation spatiale des relations internationales», - La transformación espacial de las relaciones internacionales -, publicada en la obra colectiva: «Les nouvelles relations internationales», - Las nuevas relaciones internacionales -, Presses des Sciences Po 1998) que nos impulsa a pensar más allá de la territorialidad, como nos invitan a hacer los «nuevos geógrafos» franceses, que consideran que es la observación de las interacciones la que define el área de la actividad humana, y que ya no es el lugar dado el que define la sociedad. Son sin duda las redes transnacionales las que «encarnan» mejor este más allá de la territorialidad y esta nueva dimensión de un «tiempo mundial»: permanentemente situados en el punto de encuentro de las dinámicas transnacionales y de las lógicas locales, se benefician de un margen de maniobra que les permite irrigar simultáneamente diversos sectores de la vida política, económica y cultural. Practicando, uno tras otro o simultáneamente, el contorneamiento del Estado o la participación, introducen formas de expresión intermediarias entre la conformidad y la desviación, entre el orden y el desorden.
Los nuevos desafíos de la cultura
Me gustaría centrarme, en este punto, en los desafíos más directamente vinculados a la cooperación cultural multilateral, y me gustaría formularlos en forma de tesis:
· la cultura es intercultural. La multiculturalidad de nuestras sociedades es hoy un hecho reconocido. El tema de la diversidad cultural se convierte en una estrategia central, tanto para hacer que se reconozca la especificidad cultural en las negociaciones comerciales internacionales, como para que se reconozca la identidad cultural o religiosa del otro, como persona y como comunidad, y - y no hay que olvidar esta dimensión de la diversidad cultural - para ayudar a las culturas emergentes a desarrollarse. Si insisto en esta perspectiva intercultural, es porque me parece la más pertinente y apropiada, tanto en el ámbito de los hechos (la dialéctica, la interacción y la dinámica interculturales me parecen más adecuadas que la yuxtaposición, para dar cuenta de la realidad), como en el ámbito de proyecto (político, cultural y educativo), el cual, en palabras de Micheline Rey, nos hace pasar de una lógica mono(cultural) a una lógica inter(cultural), lo que implica no sólo el reconocimiento de la diversidad, el diálogo y la interacción entre personas y comunidades, sino también el cuestionamiento en la reciprocidad y la dinámica de cambios, reales y potenciales.
Alain Touraine describió muy bien esta perspectiva cuando en «Qu'est-ce que la démocratie?», - ¿Qué es la democracia? -, afirma que no hay que hacer hincapié en la distancia entre las culturas, sino en la capacidad de los individuos de construir un proyecto de vida. Él considera que habría que hablar menos de confluencia entre culturas, y más de historias de individuos que pasan de una situación a otra y que reciben de diversas sociedades y culturas los elementos que conformarán su personalidad.
En conclusión, más que hablar de «cultura» en singular, hablemos de culturas en plural. Como las identidades, las culturas serán por tanto plurales, en desarrollo permanente, en interacción constante. Y es que es en la confrontación y el diálogo con el Otro que llegaremos a conocernos y a ser conscientes de nuestras identidades y nuestras culturas. Claude Lévi-Strauss ya había hecho hincapié en ello: el descubrimiento de la alteridad tiene que ver con una relación, no con una barrera. Sobre esta cuestión, nuestros amigos canadienses han inventado el concepto «entrelugares de la cultura»: la cultura se construye con relación al otro, en la confrontación de lo idéntico y la alteridad, del aquí y el allá, del presente y del pasado. Más que un lugar de comunicación entre el yo y el otro, los espacios de contacto son campos interactivos donde estas entidades toman conciencia de ellas mismas y producen su identidad;
· la cultura es un vínculo social, como unidad fundadora de la persona y de la sociedad. En consecuencia, el reto aquí no es tanto luchar para reconstituir el tejido social rasgado, sino inventar un proyecto político, tanto para la sociedad como para la cultura. El vínculo que se trata aquí es el que existe entre el Sujeto y un imaginario social cuya cultura aparece como un elemento esencial. Este proyecto es fronterizo, en el sentido que recompone la figura de uno mismo y del otro, de lo parecido y de lo distinto; en consecuencia, los elementos que componen lo imaginario y lo simbólico. Este proyecto es también nuevo, puesto que no se trata de «pegar parches socioculturales», sino de reconstituir lo que, en el corazón mismo de la cultura, crea un vínculo;
· la cultura es comunicación. Según Edward T. Hall, la comunicación es el núcleo central de la cultura y, de hecho, de la vida misma. Es evidente que las tecnologías de la información y de la comunicación han cambiado radicalmente nuestra relación con el espacio y el tiempo. Creo, por lo tanto, que pueden convertirse hoy en proyectos culturales, en el sentido que pueden constituir palancas importantes de deconstrucción/reconstrucción de las economías (y especialmente la del saber y la del conocimiento) y del ciberespacio, donde pueden favorecer la creación de «un universo sin totalidad» (Pierre Lévy, en: «Cyberculture», - Cibercultura -, Odile Jacob/Consejo de Europa 1997). Me parece evidente que la economía de lo virtual empieza a formar subrepticiamente una nueva sociedad mundial, una nueva cultura y una nueva democracia, acelerando la desmaterialización de los flujos, aumentando los cortocircuitos informacionales, reestructurando el mercado del tratamiento de la información, generalizando la «desintermediación» entre productores y consumidores de bienes y servicios. Como destaca Jeremy Rifkin, en su último libro («L'Age de l'Accès», - La edad del acceso -, La Découverte/Syros 2000), la gran cuestión política que plantean la nueva economía mundial de las redes y su tendencia a promover la transformación de la experiencia cultural en objeto de consumición mercantil es la de la preservación y el desarrollo duradero de una diversidad cultural que es la sangre misma de la civilización. A fin de cuentas, lo que determina la lógica de acceso es la naturaleza y el grado de nuestra participación en el mundo. No se trata solamente de saber quién tiene acceso a qué, sino qué tipos de experiencias y de campos de actividad merecen que se desee tener acceso a ellos. La respuesta a esta pregunta determinará la naturaleza de la sociedad que queremos construir para nosotros y para nuestros descendientes. La otra cuestión, que es por lo menos igual de importante, es la siguiente: ante un proyecto que se reduce cada vez más a una tecnoutopía y a un determinismo tecnomercantilista, ¿pueden oponerse proyectos sociales, proyectos culturales y otras formas de apropiación de estas tecnologías que penetran en la sociedad?
A mi parecer, estos tres desafíos parecen conllevar otros tres:
cultura y espacio público: frente a las tendencias de mercantilización y de privatización de la vida cultural, parece que la creación de un espacio público pasa a ser crucial. Jürgen Habermas considera que hay que reformular los principios mismos de la democracia a la luz de los cambios producidos en la sociedad, para garantizar una «política deliberativa» en un «espacio comunicacional». Lo que necesita la democracia europea, según él, es sobre todo una base social en la sociedad civil, un espacio público para fundar una cultura política común. Esto nos obliga también a replantearnos la cuestión de la democracia cultural, no ya sólo en términos de los contenidos (como sucedió en los años 70), sino en términos de procedimientos (véase Jean-Louis Genard, en «Les pouvoirs de la culture», - Los poderes de la cultura -, Ediciones Labor 2001): pensar en el acceso a la cultura no ya simplemente a partir de libertades subjetivas (libertad de creación, de expresión, ...) o de derechos de creencias (derecho a la educación, al ocio, al acceso a los bienes culturales, ...) que evidentemente siguen siendo fundamentales, sino a partir de derechos de participación, de lo que podría llamarse la libertad comunicacional, es decir, la posibilidad de acceder a un espacio público y a una libertad de palabra.
De este modo, el espacio público se convierte en un espacio de intermediación de saberes y funciones: permite la crítica mutua de los roles, individuos e instituciones, y permite comunicar los saberes complementarios; su función es la de llevar a cabo, mediante el debate permanente, la clarificación y el control de las funciones y de los objetivos;
cultura y ciudadanía: si la reflexión sobre la ciudadanía ha vuelto al primer plano en estos últimos años, es porque no disponemos manifiestamente de una mejor idea para hacer que vivan juntos los hombres, que por definición son diversos y desiguales, y respetar a un tiempo su dignidad, que es el valor fundador de la sociedad democrática. Así mismo, el fomento de una ciudadanía democrática no debe articularse únicamente en términos políticos (participación y democracia) y jurídicos (derechos y responsabilidades), sino también en términos culturales (valores, identidades, sentimientos de pertenencia, responsabilización/capacitación). Actualmente, la ciudadanía aparece menos vinculada que antiguamente a un territorio particular y parece designar un estatuto y un papel, lo que permite a los individuos crearse simultáneamente diversas identidades: de aquí viene el concepto de «ciudadanía diferenciada» de W. Kymlicka (en: «Multicultural Citizenship: A liberal Theory of Minority Rights», - Ciudadanía multicultural: una teoría liberal de los derechos de las minorías -, Oxford University Press 1995);
ética de la cooperación cultural: es la recreación permanente de los vínculos entre libertades culturales e instituciones. Actualmente, la cooperación cultural se entiende cada vez más, no ya como una agradable complementariedad entre los distintos actores, públicos y privados, sino en un sentido dialéctico, lo que implica que los actores se modifican mútuamente a medida que crean un vínculo común. Esto nos obliga a redefinir el concepto de «democracia cultural», a retomar la cuestión de los «derechos culturales» y a revisar las políticas culturales en función de estos derechos culturales: una política sólo es democrática si se apoya en una responsabilización/capacitación sistemática de sus actores. Por otra parte, esto implica que los actores culturales no son únicamente los «defensores» de la diversidad cultural (que no constituye un valor por sí misma), sino que se convierten en creadores de diversidad, al realizar la riqueza cultural (que sí constituye un valor).
Estos tres últimos desafíos están englobados, de algún modo, por la exigencia, bastante reciente de un buen gobierno cultural. El buen gobierno es un sistema de regulaciones que busca interacciones. La relación gobernantes-gobernados ha sido sustituida por la interacción de actores individuales e institucionales que comparten la responsabilidad del bien común, y cuyo juego democrático (en el espacio público) es garantizado por las autoridades públicas, bajo control de todos los actores. Por lo tanto, se trata de inventar nuevas regulaciones, no ya centradas, sino sistémicas y de pasar de una práctica de redes a una regulación de sistemas, exigiendo la participación de todos los actores culturales, no sólo en la puesta en marcha de políticas culturales, sino también en la definición de sus objetivos y de sus escalas.
El reto de dicho buen gobierno cultural es doble: es ético, en el sentido que pretende establecer los vínculos con el saber, especialmente por los derechos culturales, y volver a situar la autonomía del individuo, así como la de los actores sociales, en el centro. Es metodológico, ya que busca la inclusión mutua de la cultura como política sectorial y de una cultura de conjunto del campo político.
Concretamente, en el ámbito de las políticas culturales, tal buen gobierno cultural podría cambiar lo establecido de una manera bastante radical y permitir posturas de innovación artística y cultural como las siguientes:
saber asumir situaciones complejas y explorar situaciones contradictorias;
practicar, retomando la expresión de Pierre Bongiovanni, no sólo la interdisciplinariedad, sino sobre todo «la indisciplinariedad», es decir, la valorización de la parte que posee cada uno de nosotros para el juego, el humor, el descarte, la impertinencia. Hoy en día, no se trata sólo de mobilizar las certezas y los saberes, sino de olvidar lo aprendido para dejar espacio a las nuevas visiones, para poder volver a disponer el orden de las evidencias etiquetadas y los saberes constituidos;
explorar la extensión de las posibilidades, privilegiando más las preguntas que las respuestas. La experimentación cultural debe recobrar todo su valor;
volver a aprender a vivir el conflicto, no como un debate, con ganadores y perdedores, sino como una dinámica creativa, una confrontación abierta que desemboque en arbitrajes donde prevalgan la inteligencia y el interés general.
5. Las respuestas institucionales
A pesar del interés creciente que puedan suscitar las cooperaciones culturales regionales (como por ejemplo los países del Mar Báltico, la Iniciativa Centroeuropea, los países del Danubio y de los Cárpatos, etc.), me gustaría limitarme aquí al Consejo de Europa y a la Unión Europea y ver su acción, por medio de los textos de base, por una parte, y sus estrategias y programas, por otra.
5.1. Los textos de base
A mi parecer, la cooperación cultural internacional está marcada por distintos textos fundamentales que, por su fuerza visionaria, han determinado en gran medida las políticas públicas en la materia:
· el primero de estos textos sigue siendo la Declaración de los principios de la cooperación internacional (UNESCO, noviembre de 1966) que, en su Artículo 1º , «funda» toda política de cooperación cultural:
« Toda cultura tiene una dignidad y un valor que deben respetarse y salvaguardarse.
Todos los pueblos tienen el derecho y el deber de desarrollar su cultura.
En su variedad fecunda, su diversidad y la influencia recíproca que ejercen las unas sobre las otras, todas las culturas forman parte del patrimonio común de la humanidad.»
· el segundo texto es la Declaración de Arc-et-Senans (abril de 1972), que se titula: «Prospective du Développement Culturel», - Prospectiva del desarrollo cultural -. Contrariamente a los demás textos, negociados entre los estados, esta declaración es obra de intelectuales (como René Berger, Henri Janne, Michel de Certeau, Augustin Girard, Abraham Moles, Edgar Morin, Georg Picht y Alvin Toffler). Sin duda, ello explica su pertinencia y su fuerza. En dicha declaración, pueden leerse orientaciones y conclusiones como las siguientes:
« acelerar el cambio del sistema escolar en un sistema de educación permanente;
promover un sistema diferenciado de «talleres culturales» y de «laboratorios sociales» o de cualquier otro equipamiento que permita el aprendizaje y el uso de nuevas tecnologías que se presten a intercambios interpersonales;
fundar la formación en el autoaprendizaje y el desarrollo del espíritu crítico por la transformación de las estructuras esterilizantes...;
sustituir la pasividad del consumo por la creatividad del individuo;
no limitarse a la democratización de la cultura de herencia o de elite y promover una diversidad de expresiones culturales fundada en un pluralismo social;
pasar de un sistema de cultura que sólo pretende reproducir el estado de hecho actual para orientarse hacia la protección de grupos y personas cuyas facultades creativas constituyen el mejor medio para hacer frente a situaciones provocadas por el choque del futuro.»
Hay que recordar que se trata de un texto de 1972.
· el tercer texto es la Declaración de Méjico sobre políticas culturales (agosto de 1982), que ya he mencionado. Me gustaría añadir una citación extraída del subcapítulo sobre la cooperación cultural internacional, que dice lo siguiente:
«La cooperación cultural internacional debe fundamentarse en el respeto a la identidad cultural, la dignidad y el valor de cada cultura, la independencia, la soberanía nacional y la no intervención. En consecuencia, las relaciones de cooperación entre las naciones deben evitar cualquier forma de subordinación o de sustitución de una cultura a otra. Además, resulta indispensable reequilibrar los intercambios y la cooperación culturales para que las culturas menos conocidas, especialmente las de algunos países en desarrollo, sean objeto de una mayor difusión en todos los países.»
· el 4º texto es el Documento final del Coloquio de Cracovia sobre el patrimonio cultural (OSCE, junio de 1991). Es el único texto «fuerte» de después de 1989. En el preámbulo, remarca lo siguiente:
«Los estados participantes expresan su profunda convicción de que comparten valores comunes forjados por la historia y basados, entre otros, en el respeto de la persona, la libertad de conciencia, de religión o de convicción, la libertad de expresión, el reconocimiento de la importancia de los valores espirituales y culturales, el apego al reino del derecho, a la tolerancia y a la abertura al diálogo con las demás culturas.»
· el 5º texto podría haber sido la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (Niza, diciembre 2001). Desgraciadamente, quedó en nada. A pesar del cabildeo intenso de las ONGs y de las redes culturales (y especialmente de la EFAH), sólo hay tres pequeñas referencias a la cultura (art. 13, 22 y 25) en este texto, que podría convertirse en la base de una futura constitución europea.
A estos textos fundamentales cabe añadir, evidentemente, los textos «constitucionales», a saber, por la Unión Europea, el artículo 151 del Tratado de Amsterdam (1997) y, por el Consejo de Europa, la Convención Cultural Europea (1954).
Aunque estos dos textos sin duda han permitido avances, no está claro que actualmente creen todavía una verdadera dinámica:
el texto del artículo 151, a pesar del interés del apartado 4 (que solicita la integración de la dimensión cultural en las distintas políticas de la Comunidad), sigue siento bastante restrictivo. Son sobre todo su funcionamiento (reglas de la unanimidad en el seno del Consejo y de codecisión con el Parlamento Europeo y el principio de subsidiariedad) y su financiación insuficiente los que le impiden convertirse en un elemento estructurador de la cooperación cultural europea;
la Convención Cultural Europea: aunque avanza pistas de acción (fomentar el estudio de las lenguas, de la historia y de la civilización de los demás, salvaguardar y promover los ideales y los principios que constituyen nuestro patrimonio común, adoptar una política de acción común) y aunque está autorizada, en virtud de su artículo 9.4., para acoger en su seno a estados incluso antes de su acceso al Consejo de Europa, hoy en día no permite en absoluto situar el Consejo de Europa con relación a retos como la diversidad cultural, la mundialización/globalización, las nuevas funciones de la cultura y del patrimonio cultural y natural, etc. Un protocolo adicional sería más que necesario.
Pero, sin duda, actualmente necesitaríamos, para relanzar la cooperación cultural europea frente a los nuevos desafíos, uno o más textos nuevos:
un texto de base que podría ser una carta cultural europea, que redefina, sobre la base de derechos culturales, la ética de la cooperación cultural y los principios de un buen gobierno cultural europeo;
una o varias «declinaciones» de dicho texto, por ejemplo, sobre la diversidad cultural, sobre cultura y conflicto...
5.2. Las estrategias y programas
· el Programa «Cultura 2000» (2000-2004) de la Unión Europea es el programa-marco que sigue a los tres programas precedentes: Caleidoscopio, Raphaël y Ariane. Su propósito es contribuir al «aprovechamiento de un espacio cultural común a los pueblos de Europa», favoreciendo «la cooperación entre las creaciones, los actores culturales, los promotores privados y públicos, las acciones de las redes culturales y otros colaboradores, así como las instituciones culturales de los estados miembros y de otros estados participantes».
Se trata de un marco de financiación, que sirve para sustentar:
acciones específicas, innovadoras y/o experimentales;
acciones integradas en el seno de acuerdos de cooperación culturales, estructurados y plurianuales;
acontecimientos culturales especiales que tengan una dimensión europea y/o internacional.
Si algunos consideran que este programa puede servir de laboratorio para una futura política cultural europea, otros le reprochan, además de sus medios financieros ampliamente insuficientes (167 millones de euros en 5 años), la falta de transparencia en la elección de los miembros del jurado y de la selección, la pesada y complicada burocracia (sobre todo para una pequeña asociación o para una red claramente informal) y el insuficiente espacio concedido a la creación viva, a la innovación y a la interdisciplinariedad. También constituye un problema la definición de la dimensión europea de los proyectos sostenidos: continúa determinándose esencialmente por el número de colaboradores; es decir, de una manera cuantitativa.
Por último, en lo que se refiere a tener en cuenta «aspectos culturales en la acción de la Comunidad Europea», aunque ciertos Fondos estructurales (y especialmente el Fondo social y el Fondo regional) se han tomado a pecho este compromiso, el primero (y hasta ahora el único) «Rapport sur la prise en compte des aspects culturels dans l'action de la Communauté européenne», - Informe sobre la consideración de los aspectos culturales en la acción de la Comunidad Europea -, (abril 1996) muestra que la lógica de funcionamiento de la Unión Europea sigue siendo esencialmente «no cultural»;
· respecto al Consejo de Europa, creo que podemos decir, sin exagerar, que ha marcado profundamente la cooperación cultural europea, como la conocemos hoy, por los conceptos que ha «vulgarizado» (como el desarrollo cultural y la democracia cultural, diversidad cultural e interculturalidad, ciudadanía cultural), por algunos de sus programas (como cultura y ciudades, cultura y regiones, cultura y barrios, evaluación de políticas culturales), por su abertura a redes culturales y a la sociedad civil, por su apoyo a formaciones de administradores culturales, pero sobre todo tal vez porque ha considerado la cooperación cultural no sólo como un medio, sino como un principio de base de una visión ética e intrínsecamente europea del diálogo entre los pueblos.
Si bien, actualmente, las funciones «tradicionales» del Consejo de Europa en materia de cooperación cultural siguen presentes (las de observatorio y de foro, de laboratorio de ideas nuevas, de conservatorio de valores, de agencia de cooperación «técnica»), sus funciones de prospectiva y de impulsor de nuevas ideas políticas y de mediador entre los distintos colaboradores en la cooperación europea parecen difuminarse, por una «marginalización» de la cultura en el seno de la organización y por un empobrecimiento inquietante, tanto presupuestario como personal, de este sector.
Es cierto que en el ámbito de los discursos oficiales, la cultura sigue siendo una «prioridad», incluso uno de los cuatro «pilares» de la organización. Sin embargo, en el ámbito de las verdaderas prioridades, es decir las que son presupuestarias, y tal como figuran en «las prioridades del Secretario General para el Consejo de Europa: 2001-2005», queda una pequeña frase para la cultura: «En materia de política y de acción culturales, es conveniente dar prioridad a las actividades que tienden a proteger la diversidad cultural y recurren a la cooperación cultural como medio para prevenir los conflictos».
Sin querer ser pesimista inútilmente, podemos decir, por lo tanto, que como la Unión Europea y el Consejo de Europa no disponen de textos a la altura de los retos actuales, no han sabido desarrollar ni las estrategias ni los programas que corresponden a lo que esperan los distintos actores de la cooperación cultural y a las necesidades de la construcción europea.
Actualmente, necesitaríamos lo siguiente:
un Foro para el espacio público europeo, que permita a los distintos actores, gubernamentales y no gubernamentales, puramente artísticos y culturales, pero también económicos y sociales, reencontrarse, intercambiar y construir proyectos en común. Dicho foro podría basar sus reflexiones en los trabajos de un futuro Instituto Europeo para las Políticas Culturales y en la red de observatorios que ya existen actualmente en varios países;
una interpretación dinámica del principio de «subsidiariedad» que lograría que lo esencial de la cooperación cultural europea fuera obra de la «sociedad civil»: asociaciones, organizaciones no gubernamentales, redes culturales;
un Fondo cultural, ricamente dotado (por ejemplo un 1% del presupuesto comunitario), que ayudaría a los distintos proyectos europeos, de manera no burocrática, flexible y rápida;
algunos grandes «talleres europeos», en lo que se refiere a la movilidad de los artistas y actores culturales, la formación de administradores y gestores culturales, la puesta en marcha de algunas estructuras ligeras y «biodegradables» para la mediación cultural, para la prevención y la gestión creativa de los conflictos, para la formación intercultural, para la enseñanza de la historia y de las lenguas;
de una célula política, vinculada directamente con el presidente de la Comisión Europea, encargada de velar por la puesta en marcha efectiva del apartado 4 del artículo 151 del Tratado de Amsterdam (sobre la toma en cuenta de la dimensión cultural en el conjunto de políticas comunitarias). Esta célula también coordinaría una mejor interacción entre los distintos «órganos» de la Unión Europea, en el ámbito cultural: Parlamento, Comité Económico y Social, Comité de las Regiones, Consejo de Ministros, etc.;
una «nueva alianza» entre las grandes organizaciones e instituciones internacionales (UNESCO, Consejo de Europa, UE, etc.), los estados europeos y la «sociedad civil» (organizaciones no gubernamentales, fundaciones, redes culturales, etc.), que permitirían «delegar» lo esencial de los programas y proyectos europeos al nivel más adaptado (local, regional, nacional, interregional, europeo) y también a las estructuras más pertinentes (públicas, privadas o civiles). De este modo se podrían contractualizar las misiones de «servicio público europeo» a ONGs, fundaciones o redes culturales, durante varios años;
una «refundación» de políticas culturales nacionales que, en lugar de centrarse en lo «nacional», deberían abrirse a la dimensión europea. ¿Realmente resulta tan difícil imaginarse las «Casas de Europa» y los institutos culturales «integrados» entre diversos países europeos?
Por encima de todo, lo que necesitaríamos sería tener, como padres fundadores de Europa, tras la Segunda Guerra Mundial, una ambición cultural, acompañada de la voluntad política y los medios presupuestarios y financieros para la puesta en marcha. De este modo, podríamos recrear una dinámica y relanzar la cooperación cultural como un conjunto de procesos que permiten asociar poderes públicos y sociedad civil y recrear la «plusvalía» tanto cultural como europea que tanto nos falta actualmente. De este modo, la cultura ya no sería considerada una actividad subsidiaria, como una «coartada» donde han fallado las otras políticas, sino como una fuerza motriz de una sociedad, factor de creatividad, de diálogo y de cohesión, como una fuerza creadora de ciudadanía, que permita garantizar la preservación de identidades y culturas distintas.
En palabras de Elie Wiesel: «la cultura no admite fronteras ni muros... Justamente las trasciende, como trasciende el espacio y el tiempo».
En toda Europa, los artistas y los actores culturales nos lo demuestran cada día, por medio de su creatividad, sus proyectos innovadores, su búsqueda y sus prácticas y métodos constantemente «en proceso». Corresponde a los «institucionales», a todos los niveles, mostrarse a la altura de este desafío e inventar las estructuras que permitan sostener y promover esta riqueza y estas potencialidades.
Nota:
Raymond Weber
Luxemburgo. Ex Director de Cultura y patrimonio cultural y natural del Consejo de Europa Consejero del “Centre Universitarire de Luxembourg” para la realización del “Institut Developpement , droits de l’homme et cultures”
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